En este mes habremos de conocer los resultados que el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) publicará respecto de la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto en los Hogares. Con base en esos datos, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) deberá llevar a cabo la medición multidimensional de la pobreza.
Los resultados que conoceremos, en cualquier escenario, deberán ser motivo de preocupación para todos, y especialmente para quienes toman las principales decisiones de política pública.
No hace falta ser experto ni adivino para intuir lo que pasará: nos dirán que la pobreza se redujo sustantivamente entre 2014 y 2017, y es posible que se maneje una cifra de aproximadamente 6 millones de personas pobres menos, que las contabilizadas en la primera fecha. ¿Cómo ocurrió, sin embargo, un milagro como éste, de multiplicación de abundancia y de bienestar para la población nacional?
El primer factor a considerar es que el INEGI modificó la metodología de captación de los datos relativos a los ingresos y el gasto de los hogares. En ese sentido, se nos explicará, no es exactamente que se haya reducido la pobreza, sin que ahora se miden mejor los ingresos; en conclusión: estábamos sobre estimando a la pobreza y lo que ocurría con anterioridad es que se contabilizaban como pobres millones de personas que realmente no lo eran.
El segundo factor es el incremento en la cobertura de los servicios públicos. Y este capítulo tiene una alta dosis de realidad: ha crecido la afiliación a servicios de salud, se ha reducido el analfabetismo y aun marginalmente, el rezago educativo; se ha incrementado el acceso a servicios en las viviendas y se ha mejorado la calidad de las mismas.
Lo anterior, sin embargo, también debe convertirse en un tema de debate porque no se ha discutido de manera suficiente si los indicadores con que se miden la pobreza y la vulnerabilidad social son los que deberíamos utilizar. Por ejemplo, si bien es cierto que ha crecido enormemente la cobertura del seguro popular, la calidad de los servicios públicos, y el acceso efectivo a los mismos no han mejorado al mismo ritmo.
Es cierto que ha crecido la cobertura de agua potable; pero no así la frecuencia en la dotación y calidad de la misma. Es cierto que se han mejorado las condiciones de millones de viviendas, pero no se han considerado factores sobre la pertinencia de su ubicación y el tiempo de traslado a los trabajos y servicios públicos a que tienen acceso las familias.
Es cierto que se ha reducido el analfabetismo y el rezago educativo; pero no la calidad de la educación; sin contar los severos problemas que se tienen de cobertura en el nivel del bachillerato y la educación superior; pero también con los severos déficits de infraestructura, y otros temas como la educación bilingüe para los pueblos indígenas, y la garantía de los derechos de las niñas y niños con discapacidad.
Lo que se nos dirá también es no se ha logrado recuperar el ingreso y que esa es la gran piedra de toque que debemos superar si queremos un quiebre de fondo en las condiciones estructurales que permiten la reproducción de la pobreza; y es que mientras sigamos teniendo a la mayoría de la población con ingresos laborales per cápita por debajo de los 2 mil pesos mensuales, no habrá programa ni acción gubernamental que alcance para garantizar un país de bienestar para todos.
La determinación de cómo se mide la pobreza es un reflejo de qué modelo de país queremos. Es decir, si los umbrales que se utilizan son cercanos al hambre y la miseria, el proyecto que reflejamos es precisamente el de una nación de hambrientos y necesitados.
En síntesis: la medición del ingreso y la pobreza no puede ser asumida como una cuestión estrictamente técnica, sino ante todo ética. En esas estamos.
Artículo publicado originalmente en la “Crónica de Hoy” el 10 de agosto de 2017 Barack Obama presentó su último “discurso a la nación” el pasado marte