Hay una estrategia en operación desde la que se busca acreditar que la pobreza en México descendió de manera relevante, y que se trata de un logro de las políticas económicas y sociales. Los datos, nos dicen, son incontrovertibles: hay un incremento en el ingreso de los más pobres, y una ampliación importante en la afiliación y acceso a servicios. Aún más, hay intelectuales destacados quienes sostienen, que si nos midiésemos con estándares internacionales, la pobreza en México sería todavía menor a la que el Coneval estimó para el año 2016; asumiendo que los umbrales con los cuales se mide corresponden a una idea amplia de dignidad humana.
Tal aseveración es maligna, en el sentido que le asigna Baudrillard a la noción del mal, la cual consiste: “En el desvío de las cosas respecto de su existencia ‘objetiva’, consiste en su inversión, en su retorno”.
Para aseverar que la pobreza disminuyó, se toma como principal referente el incremento en el ingreso de los hogares más pobres. Pero esta visión resulta perversa. Y es así, porque se parte del supuesto equívoco de que todo el ingreso, sea cual sea su origen, está asociado al trabajo digno.
Lo que muestra la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto de los Hogares (ENIGH, 2016) es que el número de perceptores por hogar es de 2.5 personas, siendo que cada hogar se integra por 3.7 personas (si es que fraccionar seres humanos es válido). En cada uno de los hogares hay en promedio un menor de 18 años; y sólo 1.7 integrantes tienen 15 años y más y son económicamente activos.
Según el Inegi, alrededor del 8% de las niñas y niños trabajan. Y entre ellos, una muy alta proporción lo hace en condiciones peligrosas para su edad. Desde esta perspectiva, el ingreso que obtienen estas niñas y niños reproduce estructuralmente sus circunstancias; por lo que no debería considerarse como “paliativo de la pobreza”, sino antes bien como su perpertuador.
El Inegi sostiene que 1.93 millones de personas se dedican al trabajo doméstico remunerado; de ellas, quienes se dedican a tareas de limpieza y en general, los quehaceres del hogar, perciben, en el mejor escenario, dos salarios mínimos al día; con el añadido de que 95% son mujeres.
Siguiendo con los datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo, del propio Inegi, hay 14.18 millones de personas que trabajan en el sector informal, es decir, vida en las calles que da acceso a ciertos niveles de ingreso, pero jamás a oportunidades de desarrollo y quiebre estructural de la pobreza.
En el mismo caso se encuentran las personas que trabajan en el campo en agricultura de subsistencia; y los otros millones que no tienen ingresos por el trabajo que desarrollan, la mayoría en actividades de negocios familiares, y otros más como contribución del trabajo a destajo, la mayoría realizado por niños que ayudan a sus padres en albañilería, agricultura, recolección de basura, y un largo etcétera.
La hipótesis que debe plantearse ante todo lo anterior es la siguiente: no todas las actividades generadoras de ingreso son liberadoras de la pobreza y mucho menos forman parte de un modelo de desarrollo social y económicamente igualador; antes bien, contribuyen y al mismo tiempo son causa de su perpetuación.
Lo que debe develarse es, precisamente, el carácter fetichista que se le ha dado al ingreso como el principal factor de “liberación” económica, y antes bien, mostrar su carácter maldito cuando es fuente de actividades de explotación y despojo, como ocurre en el caso de los niños jornaleros o trabajadores en minas y ladrilleras.
Ésa es una de las grandes paradojas y fracturas del modelo de desarrollo: hay actividades, aún remuneradoras, que lejos de permitir la movilidad social, condenan a quienes las desarrollan a permanecer en el estrato social en que nacieron y en el que trágicamente, habrán de morir.
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