por Gianfranco Corsini / Traducción: Rosa María Fajardo
Lo llamaban el diablo tentador travestido de ángel, porque, desde que estaba él detrás de aquel mostrador, la presencia femenina había aumentado de manera vertiginosa: jóvenes, viejas, casadas, solteras, solteronas y, según las malas lenguas, incluso algún hábito. En breve, tantas mujeres frecuentaban aquel rico y vasto emporio para admirar, además de la mercancía, a Langelo, el bello.
Cómo había terminado detrás del mostrador del emporio más grande de la ciudad aquel joven de los ojos azules, los largos caireles largos hasta la espalda, en el distrito mayor nadie lo sabía, ya para todos era Langelo. Lo llamaba así también Artemio, su patrón, convertido junto al muchacho en objeto de tantas habladurías como para poder escribir una novela pruriginosa.
Pero Artemio era un hombre muy facultoso y de respeto que no se ocupaba de las habladurías y mucho menos respondía, a quien, tomándola a la ligera, terminaba por hacer preguntas sobre Langelo.
Algunos, los que llevan siempre la contraria, no faltan nunca. Lo llamaban el diablo tentador travestido de ángel, porque, desde que estaba él detrás de aquel mostrador, la presencia femenina había aumentado de manera vertiginosa: jóvenes, viejas, casadas, solteras, solteronas y, según las malas lenguas, incluso algún hábito. En breve, tantas mujeres frecuentaban aquel rico y vasto emporio para admirar, además de la mercancía, a Langelo, el bello.
Naturalmente aquel bazar, además de estar lleno de clientes femeninos, estaba colmado de todo tipo de mercancía, pero el punto fuerte era la venta, en exclusiva, de las cerámicas que una renombrada fábrica citadina horneaba a toda marcha y cuya fama, por la gran calidad unida a una rara belleza, se estaba alargando desmedidamente. Ya eran frecuentes incluso los forasteros que llegaban, aunque desde muy lejos, para comprarlas.
La gran dama que en aquel momento estaba allí en el emporio en compañía de una joven y espléndida muchacha —y no hace falta decir, rubia— estaba justo interesada en las cerámicas y en particular en los platos de postre de exquisita hechura.
Era Artemio en persona quien, visto el alto linaje de la cliente, estaba haciendo los honores de la casa: “He aquí, mire esto, señora condesa, es bellísimo”.
—Oigan ustedes —lo interrumpió la condesa con acento extranjero—. Para no confundirme con meine (suegra), llámenme se-ñora condesa Andrea.
—Pero, excelencia, es un nombre masculino —remarcó de inmediato el asombrado Artemio.
—Nein, ustedes son, como se dice… ah, sí, ig-norantes —replicó de inmediato la enérgica mujer—; en Austria es un nombre femenino. Su Andrea en mi lengua se vuelve Andreas.
—Como usted quiera, señora condesa Andrea.
Mientras entre la noble mujer y Artemio se desarrollaba este diálogo, el ángel rubio más allá del mostrador y el ángel rubio más acá producían una especie de minueto.
De hecho, Langelo se había escondido detrás de Artemio para mirar, sin ser visto, a la doncella que mientras tanto se había alejado de la condesa fingiéndose interesada a un objeto expuesto y estaba formando con los dedos de las manos un VII seguido de un gesto que se transformó en un signo de Cruz por miedo a ser descubierta por la madre, quien, de hecho, habiendo visto algo con el rabillo del ojo, de inmediato le preguntó: “Gertrudis, ¿qué haces? “.
—Oh, oh, apenas he terminado de decir una plegaria porque ciertas veces la santa misa cotidiana en San Marco no me basta para rezar.
Esta respuesta sorprendió no poco a la madre, quien nunca se había dado cuenta de que fuera tan devota, pero el pensamiento duró un instante y de inmediato reinició a discutir con Artemio. Mientras tanto, Langelo, quien era un muchacho muy despierto, pensaba para sí: “Así, bella mía, tú vas todos los días a las 7 a misa en San Marco; cierto que eres en verdad una buena astuta zorra por lograr darme toda esta información en las narices de tu madre”.
De hecho, Gertrudis reía y se había metido una manita enguantada de encaje frente a la boca para esconder la sonrisita de astucia, mientras la condesa Andrea escogía sus platos y se los ordenaba a Artemio.
—Quier-o dos docenas de estos platos. Me sirven para ofrecer a mis próximos invitados una buenísima tarta de chocolate que he saboreado mucho recientemente en Viena y cuya receta obtuve para mis cocineros del jovencísimo meister pastelero Franz Sacher, quien apenas la ha ideado y realizado para sus altezas imperiales.
—A sus órdenes —respondió pronto Artemio.
—¡Hey, tú, muchacho! Ve enseguida al almacén a traer los platos que sirven y que luego llevarás inmediatamente al palacio de esta noble mujer.
—Voy —respondió pronto el chico, desapareciendo en aquello que debía ser un enorme almacén.
Tardó en volver y Artemio empezaba a dar señales de impaciencia cuando finalmente Langelo regresó, empujando una especie de carrito lleno de algunas cajas que puso sobre el mostrador, y fue directamente a susurrar algo al oído del patrón, quien al escucharlo hizo un gesto de desacuerdo e incredulidad.
—Ahora voy a ver yo —dijo bruscamente y partió velozmente hacia el almacén.
Artemio se tardaba más tiempo que el chico y ahora era la condesa quien comenzaba a dar señales de irritación, pero finalmente reapareció, aunque evidentemente enojado.
—Señora condesa Andrea, estoy profundamente apenado y desolado. Faltan algunos platos para completar su pedido, no sé cómo haya podido suceder, pero faltan algunos. Le garantizo que para pasado mañana le entregaré toda la mercancía, dígame sólo a qué hora debo mandar al muchacho con los platos.
—Por lo visto tengo que controlar todo personalmente. Mej-or él venir a las diez.
—Un cuarto de hora antes —exclamó en ese momento Gertrudis, con aire soñador.
—¡Qué diablos dices! –—exclamó un poco irritada la madre.
—Emmm… perdóname, pero estaba pensando en el hecho de que mañana quisiera confesarme y por lo tanto quería pedirte ir a la iglesia un cuarto de hora antes.
La noble mujer miró maravillada a la hija por su comportamiento, un tanto insólito en público, pero, aun con un ademán de cólera, consintió.
Puntualmente, dos días después, Langelo se presentó al palacio con cierta anticipación y, por la más fortuita coincidencia, fue visto por Gertrudis, quien tanto hizo y tanto dijo a la nana que logró quedarse a solas con él.
Qué se dijeron y, sobre todo, qué hicieron en esos largos momentos de intimidad nunca se sabrá.
Pero resta el hecho de que Langelo salió del palacio en estado de confusión y apenas sostenido por las piernas. La fortuna quiso que casi fuera a chocar contra una fuente. Ahí se detuvo, tomó un poco de aire y se enjuagó el rostro con la fresca agua; así se calmó y logró reflexionar sobre todo lo sucedido en aquellos últimos días.
El encuentro con Gertrudis, el encontrase de inmediato en sintonía con ella, el lograr estar juntos a solas gracias a los rápidos reflejos de él que escondió algunos platos, y de ella al sugerirle “un cuarto de hora antes”, todo aquello, ¿a dónde conducía?
Se miró en el agua de la fuente y vio el gran sonrojo de su rostro que, no obstante, no lograba esconder una cierta desorientación. Ha nacido un gra amor pero, ¿qué haré, es más, qué haremos? A estas interrogantes por ahora no había respuesta.
Foto: Rosa María Fajardo
Así, se estremeció y se encaminó hacia el emporio con las piernas aún temblorosas.
Cuando llegó a la entrada leyó por la enésima vez aquella frase esculpida, con letras grandes, en la arcada de ingreso “AÚN ESPERO ALGO MEJOR” y esta vez quedó fascinado intuyendo el valor de la esperanza en relación con su futuro.
Por Gianfranco Corsini Traducción de Rosa María Fajardo @RosaMFajardoG *Publicado originalmente como Sachertorte, en TRATTOLIBERO. Anchora spero di meglio. Racconti dell’architrave, de la colección Quaderno di esercizi. Ed. Trattolibero.1a edición. Italia 2012. pp.37-42. Se publica con autorización del autor. |