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Las tempestades que acechan

México ha tenido, en los últimos 35, a dos presidentes profundamente autoritarios. Uno, Carlos Salinas de Gortari, quien sintetizó su postura intolerante en aquella infame frase de “ni los veo ni los oigo”. El otro, es el actual titular del Ejecutivo, quien se ha negado a dialogar incluso con las víctimas de la violencia, que se resume en una frase que ya compite con la de Salinas relativa a que no va a “exponer la investidura presidencial”.

Escrito por:  Saúl Arellano

En su quinto año de gobierno (en 1993), Salinas de Gortari llegó a la cumbre de sus excesos, y asumió que podía jugar con la sucesión presidencial, dándole un perverso juego al ya finado Manuel Camacho, y por el otro lado, acomodando todo para nombrar a Luis Donaldo Colosio como el candidato del Partido Revolucionario Institucional. Lo que siguió en 1994 se sabe de sobra: la irrupción del EZLN y luego los asesinatos de Colosio y de José Francisco Ruíz Massieu; el corolario fue la terrible crisis económica que nos estalló en la cara en diciembre de 1994.

Las circunstancias que llevaron al poder a López Obrador son radicalmente distintas a las de Salinas; a diferencia de aquel, cuyo mandato estuvo marcado por la sombra del fraude en la elección de 1998, López Obrador llegó a la presidencia investido de una inédita legitimidad democrática. Pero en lugar de usarla para reconciliar al país, de manera incomprensible abrió líneas de conflicto innecesarias con una oposición casi inexistente, mostrando con ello una necesidad inexplicable de tener enemigos permanentes.

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Como Salinas, decidió abrir la sucesión presidencial supeditándola a su agenda personal y sin considerar, ahora como entonces, que el país es mucho más que la capital de la República; y que las disputas e intereses regionales y locales tienen un peso específico en la determinación de quién puede y debe ser la o el próximo presidente de la República.

Salinas asumía que, a partir de la intensa estrategia de Solidaridad, había ganado tal nivel de legitimidad, que podía hacer prácticamente lo que quisiera, pues suponía además que en su partido todo lo controlaba y que los principales hilos del poder económico y político del país se movían alineados al ritmo que marcaba el Ejecutivo.

Ahora, López Obrador juega en un escenario inédito en el que hay factores muy graves, que no estaban presentes en el salinato: un descontrolada y desbordada presencia del crimen organizado, cuyo saldo acumulado del 2000 a la fecha es de prácticamente medio millón de personas asesinadas; y una inédita presencia del las Fuerzas Armadas en prácticamente todos los espacios de la administración pública federal; en un contexto de entidades federativas lideradas por personalidades que, en el mejor de los casos, pueden pasar por gobernantes limitados en capacidades y visión de lo público.

En su sensación de omnipotencia, el presidente no sólo ha abierto flancos de encono y odio respecto de los partidos opositores a Moren; ha “cargado” en contra de los organismos autónomos, y recientemente, en contra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, pisoteando uno de los principios fundamentales de una República democrática, que es el de la división de poderes.

Los indicadores de pobreza, crecimiento económico, protección social, educación, salud, etc., que se registran en la presidencia de López Obrador no son cualitativa ni cuantitativamente ejemplares al compararlos con el mandato de Salinas. Así que pueden tenerse temores fundados respecto de que el sexenio que está llegando a su fin, cierre de manera intempestiva y -ojalá no sea así-, marcado por la violencia política.

Estamos a prácticamente 14 meses de que se lleve a cabo la elección presidencial para determinar quién habrá de suceder en el cargo a López Obrador. Es un tiempo sumamente escaso, en el que el vértigo de los sucesos será cada vez mayor. Evidentemente, por el bien del país, lo deseable es que la presidencia de la República recapacite y actúe con suma prudencia, porque si algo debe aprenderse del pasado reciente, visto en el espejo de la arrogancia salinista, es que nunca se tiene control de todo y que los imprevistos de la historia están siempre al orden del día.

Dice el dicho popular que, cuando se siembran vientos, se cosechan tempestades. Pero de manera preocupante, lo que se ha visto en la presente administración es que lo que se ha sembrado son tempestades; por lo que la cosecha que viene en el corto y mediano plazo es totalmente incierto.

En el escenario presidencial, los programas sociales que ha puesto en marcha son suficientes para mantener el férreo control de la política nacional, y garantizar una transición de poder en los términos que tiene planeado pues, siempre en su perspectiva, la popularidad y simpatía que mantiene entre la mayoría de la población constituyen un blindaje inexpugnable que le acompañará incluso después de terminado su mandato.

Pero otro escenario, que no es para nada deseable, es que en la medida en que se aproxime el fin del gobierno, y se hagan cada vez más evidentes los pendientes, promesas incumplidas y rezagos acumulados, el descontento social y la decepción popular se hagan manifiestos; y que esto traiga una crisis social que, en medio de la elección, podría derivar en una crisis política.

El fracaso salinista prolongó por tres décadas más la presencia de gobiernos neoliberales; ahora, el cada vez más evidente fracaso de la llamada “cuarta transformación”, puede llevarnos a una regresión peor, que fortalezca a lo peor de la derecha y que abra la puerta a las peores tentaciones autoritarias.

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Investigador del PUED-UNAM

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