Vivimos un tiempo fiero y cruel; es también severamente cruento. Todos los días hay personas decapitadas, cercenadas, calcinadas; personas que son desaparecidas, por el crimen organizado o, más tenebrosamente aun, por fuerzas del Estado ya sea uniformadas de policías estatales, municipales o cualquiera otra agrupación policial o militar.
La desaparición forzada se nos aparece hoy como una categoría que pareciera incluso rebasada. Lo que ocurre en México tiene algo quizá más siniestro, oscuro, pleno en maldad y sadismo.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), documentó en su informe especial sobre desapariciones forzadas y fosas clandestinas, que hay más de mil casos, en los que se han encontrado miles de cadáveres, pero también miles de “restos humanos”, que pueden ir desde cráneos hasta trozos de piernas, manos o cualquier otra parte desprendida de personas hundidas en el anonimato absoluto.
Pensar en esta realidad recuerda el poema Auszwichtz, de León Felipe; en el cual reclama a los poetas malditos su incapacidad de nombrar el horror; y pone por testigo a un niño judío “desgajado de sus padres”. Y en donde también lanza una idea demoledora: cualquier habitante de la tierra hoy, sabe más del infierno que cualquier poeta maldito.
En el caso mexicano esa realidad no es distinta; con la diferencia de que la poesía maldita no ha florecido, con la intensidad necesaria, en nuestro terruño. Como un acto de subversión, quizá valdría la pena intentar de manera descarnada, denunciar poéticamente los atroces tiempos por los que atravesamos.
Hay una terrible soledad y vaciamiento humano. Tenemos niñas y niños de tres años que juegan a matar; niñas y niños menores de 10 años que se deprimen; y niñas, niños y adolescentes que, a temprana edad, comienzan en el consumo de las drogas, pero que también son reclutado en las filas del crimen y la ilegalidad, porque el Estado -quizá sea más adecuado decir, la ausencia del Estado-, y sus familias, los han arrojado al torbellino de la violencia.
Volviendo al número, el cual debe ser recitado como mantra obsesivo para desnudarlo e interpretarlo en su magnitud y dimensiones, resulta monstruoso el registro de más de 25 mil personas extraviadas y desaparecidas en los archivos oficiales; y todo ello en el marco de una violencia estructural en el que este 2017 apunta con ser el año más violento de las últimas dos décadas.
Pareciera que se agotó la compasión: los heraldos de la muerte, como les hubiese llamado el gran César Vallejo, entran literalmente a cualquier casa, y roban y masacran a familias enteras; y desgarran el apacible silencio de los sepulcros y los convierten en los espacios en donde la presencia y quizá, sobre todo, la ausencia de los muertos impide acallar el grito y el llanto de los deudos.
En nuestros días vivimos una relativamente aridez atroz de las palabras; una especie de infecundidad que impide mover, conmover a los grandes públicos; generar una oleada de ideas condenatorias y contestatarias ante un régimen atroz, interesado sobre todo en acumular riquezas mal habidas bajo el amparo del poder y la impunidad.
El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) presentó recientemente la Encuesta Nacional de Hogares, 2016, y en ella se da cuenta de millones de personas que, desde edades muy tempranas, viven con angustia, miedo y depresión: una realidad, nuevamente atroz, que pone en tensión la peregrina idea de que somos una sociedad feliz, la cual en realidad se mueve entre la angustia y el peligro constante en que se ha convertido, de manera literal, estar vivos.
Nos hacen falta rutas, desvaríos vivibles; nos hace falta romper con el desierto de la realidad en que hemos convertido a nuestra cotidianidad y apostar por la justicia que siempre le ha sido negado a los desheredados de siempre y a quienes ahora, para colmo, les es negada incluso una sepultura digna. Urge pues, darle la espalda a este tiempo dislocado y atroz.
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