por María Gourley
El analfabetismo cultural y su divulgación organizada es un cáncer social extendido que no conoce etnias, nacionalidades ni estatus económico. Es la máxima expresión de la violencia estructural porque nos despoja de nuestros potenciales y restringe nuestra disposición natural para la búsqueda de la trascendencia. Nos priva de nuestra humanidad y de nuestras capacidades para reflexionar sobre quiénes somos y hacia dónde vamos
En términos genéricos, comprendemos el alfabetismo como la habilidad en funciones consideradas básicas en un sistema de instrucción primaria tales como la lectura, la escritura y las matemáticas. Eso en muy amplio sentido.
Lo anteriormente descrito se interpreta como alfabetismo funcional. Recientemente se han planteado dos nuevas formas de alfabetismo: el primero vinculado a la información por y para la productividad, teniendo a Internet como herramienta organizativa, llamado alfabetismo digital y el segundo referido específicamente a la educación y el conocimiento, calificado como alfabetismo cultural. Este último se ha abordado a nivel investigativo únicamente desde una perspectiva pedagógica, relegando el hecho que la educación no se encuentra en manos de la escuela exclusivamente e ignorando que los seres humanos tenemos capacidad de aprendizaje a lo largo de toda nuestra vida y que el adquirir nuevas herramientas educativas e intelectuales es, en este momento histórico, también una responsabilidad individual y por qué no, un acto subversivo.
En 1995 la Fundación Gorvachov hizo una invitación a quinientos líderes de diferentes procedencias y de los ámbitos financiero, político y científico a reunirse en la ciudad de San Francisco, California, para intercambiar ideas sobre lo que se definió como el “New World Order”. El objetivo: discutir sobre la situación del mundo y a partir de ello plantear propósitos, convenios y alianzas globales.
Durante el encuentro se estableció que sería inevitable llegar a lo que se denominó como “Sociedad 20/80”: el trabajo del 80% de la población mundial sería innecesario, ya que un 20% podría sostener el aparato financiero. Surgió entonces una interesante pregunta: ¿Cómo podrían la élites mantener la gobernabilidad sobre ese 80% sobrante que no dispondría de oportunidades? Zbigniew Brzezinski, miembro de la Comisión Trilateral y ex consejero de gobierno de los Estados Unidos, planteó una solución llamada “tittytainment” (pechos + entretenimiento, no en sentido sexual –pero sin excluirlo–, sino como sistema de amortiguación emocional).
El tittytainment y su contenido debía ir dirigido a personas con trabajos prescindibles, personas que no constituyesen un mercado rentable –la mayoría de la humanidad–. ¿Su finalidad? Evitar la frustración y sus consecuentes protestas, manteniendo a la gente adormecida, insensibilizada, desinformada e inmersa en la placidez imaginaria del consumo inútil. El poder del tittytainment suprimiría la voluntad humana, implantándose desde una dimensión doctrinal y contaminando espacios escénicos, galerías y medios de comunicación para definir a gran escala nuestros gustos y adquisiciones.
Ante tales conclusiones, es obvio que para el sistema no resulta provechoso fomentar y transmitir saberes reales que fructifiquen en el desarrollo de un sentido analítico y crítico, porque eso se manifestaría en un descontento general que controvertiría al mismo sistema. Por ello, la mayoría de los conocimientos que se transmiten actualmente, tanto en el entorno educativo formal como en el ámbito recreativo, tienden a ser superfluos. Ese 80% de la población que está destinada a adquirirlos, requiere –según el régimen global– de competencias utilitarias y habilidades precisas (labores desechables que dejan de ser operantes al transformarse el contexto) no de conocimientos que puedan dar paso a la emancipación, la creatividad y el pensamiento autónomo.
No es casualidad que el mundo esté pleno de especialistas/consumidores/analfabetos culturales, adaptados a un entorno concreto pero incapaces de crear conceptos propios. No es extraño que existan respetados profesionales de cualquier ámbito inhabilitados para disfrutar de una pieza musical o para complacerse en una exposición de artes visuales. No es excepcional que su parámetro de observación no supere el gusto personal –lo bonito y lo feo–, porque su sensibilidad fue definida por el tittytainment, sin espacio para meditar sobre ideas subyacentes o pensamientos implícitos.
Más que la realidad descrita, me resulta siempre desconcertante la existencia de grupos humanos que sí han tenido acceso a diferentes contenidos y experiencias culturales –principalmente en contextos urbanos–, pero que desde sus propuestas de vanguardia y su sofisticación estética reproducen igualmente patrones de individualismo, insipidez y alto consumo. Me obliga a preguntarme: ¿no deben las posibilidades incluir responsabilidades sociales? No, porque el acceso a esos contenidos estuvo igualmente trazado por el tittytainment, ahora disfrazado de cultura joven y alternativa.
Sus conocimientos nacieron de la frugalidad educativa y se alimentan de algoritmos (complejos sistemas matemáticos que determinan qué se ve y qué se consume en redes sociales). En el proceso de aprendizaje no existe un sentido de construcción nutricia o de impulso para la cohesión social. No es insólito; en la antigüedad una de la reglas básicas de la socialización humana consistía en el “dar, recibir y devolver” –Ensayo sobre el sacrificio, Forma y razón del intercambio en las sociedades arcaicas, Marcel Mauss, 1924–. El intercambio mercantil actual inmediatiza el “devolver” (porque todo tiene un valor monetario y se puede pagar) y suprime la deuda social. Por tanto, nos “exonera” de cualquier compromiso hacia el prójimo. Eso nos ha inculcado nuestro sistema de libre mercado.
Planteaba anteriormente la ineficacia de abordar el alfabetismo/analfabetismo cultural únicamente desde su sentido pedagógico; los grandes medios de comunicación, desde sus plataformas y súper estructuras tienen mucho más alcance que cualquier institución educacional y han tenido mayor injerencia en la abolición del pensamiento lúcido y en la implantación del tittytainment como herramienta coercitiva. Esto sin excluir que el modelo de escuela capitalista ha contribuido al sabotaje del aprendizaje –que ha perdido su sentido práctico–, sustituyéndolo con el adiestramiento. Este trabajo en equipo ha sido necesario, porque, aunque no seamos formados para desarrollarnos intelectualmente de manera independiente, seguimos teniendo, como especie, la necesidad del saber; la persuasión mediática para consumir tal o cual producto o estilo de vida debe acompañarse con la convicción de que nuestros actos son racionales. En ello la escuela sí asume un papel impostergable, ya que enseña a creer en los dogmas que constituyen la fábula económica en la que estamos inmersos.
Un escenario que puede parecer a simple vista dismórfico pero que en sus diferentes representaciones prolifera y se multiplica por medio de la repetición de patrones y modelos establecidos para el beneficio de ese 20% que sí se considera con valía.
La cultura postindustrial se presenta ante nosotros como un producto material que esconde una doctrina restrictiva y no como potencial social y de desarrollo. Eso es claro, y esa claridad es la que nos puede llevar a liberarnos de todo ese “fast food cultural” fomentado por el tittytainment, para adentrarnos en una cultura con sentido que cree nuevas expectativas y normas de acción social.
Las artes –y sus protagonistas– tienen, por menos, un deber en cuanto a la exhibición y representación de nuestro mundo y sus interacciones, engendrando propuestas pluralistas que fomenten el diálogo y el intercambio. Una tarea pendiente. Considero muy actual la invitación que realizó a finales de los cincuentas el cineasta, escritor y filósofo francés Guy Debord, al formular un maridaje entre la vida y las artes “no para rebajar el arte al nivel de la vida, sino para elevar la vida a lo que el arte promete”.
Debemos revisar también, de manera individual, en qué momento el consumo dejó de ser para nosotros una actividad humana para transformarse en un fin último, por qué lo permitimos. Cuándo dejamos de interpretar el conocimiento como una riqueza esencial e ineludible. Cómo fue que delegamos nuestra educación a las corporaciones. Al hacer ese acto de introspección surgirán obvias dudas sobre las posibilidades de un mundo futuro, sobre su viabilidad.
Me es inevitable robar entonces la siguiente reflexión que el escritor español Jaime Semprún hiciera en su libro “El abismo se repuebla”:
“Cuando el ciudadano pretende plantearse la cuestión más molesta y se pregunta ¿Qué mundo dejaremos a nuestros hijos? evita plantearse esta otra pregunta, que es realmente inquietante ¿A qué hijos dejaremos este mundo?”
María Gourley Artista multidisciplinaria chilena-canadiense, activista, docente y promotora cultural, miembro de la Canadian Alliance of Dance Artists, con estudios superiores en música popular, danza, lenguas y gestión, receptora de beca por excelencia académica otorgada por el Gobierno de Canadá. Se ha desempeñado en coordinación y producción en diferentes países, realizando labores de gestión, coordinación y docencia. En 2008 fue propuesta como “Mujer del año” por la comunidad latinoamericana residente en Vancouver, por su aporte a las artes y a la cultura. |
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