En la tragedia de Tlahuelilpan se sintetizan los elementos característicos de la crisis de lo público por la que atravesamos en el país; y su nombre se inscribe en la lista negra de los nombres de nuestras tragedias recientes: San Fernando, Guardería ABC, Patrocinio, Reynosa, Ciudad Juárez y una larga lista más.


Desde esta perspectiva, si algo destaca en el mensaje que envió el Presidente de la República, el sábado por la mañana, es precisamente la pregunta que busca indagar por las causas profundas que originaron la tragedia, pero que se encuentran quizá en la base del complejísimo problema del “huachicoleo” que literalmente ha llevado a la peor crisis de su historia a Pemex y, en general, a todo el sector energético.

Las escenas que se capturaron de la tragedia son dantescas: el géiser de gasolina acompaña al “festín de la oportunidad” de una ganancia rápida, pero un instante después, las llamas envuelven a todos, niños, mujeres, hombres de distintas edades son atrapados por el fuego, los más cercanos a la toma, mueren. Todos corren entre gritos, dolor y confusión.

Sorprende que se trataba de familias enteras con cientos de recipientes en mano; todos acarreando litros de gasolina, ante la mirada de policías y militares imposibilitados a hacer cualquier cosa ante la evidente inferioridad numérica, pero, también ante la ausencia de un protocolo bien definido sobre qué hacer y cómo intervenir en estos casos, en el marco de la nueva estrategia de combate frontal a este delito.

Quizá lo más duro de reconocer, pero que urge hacerlo, es que frente a la población, las autoridades carecen de la autoridad efectiva, es decir, hay una ruptura en la interiorización de una relación de “mando-obediencia” entre la autoridad y la población, sustentada en un sólido marco de derecho y de respeto de los derechos humanos.

En ese sentido, sorprende la ineficacia de la autoridad al llamar al orden; estamos ante una situación grave en la que en amplios territorios, el Estado carece de la legitimidad de representar la autoridad y el imperio de la Ley: se escucha en varios videos que militares y policías invitan a la gente a retirarse, y como respuesta obtienen la agresión y una actitud de franco desafío; y en esto puede leerse una ruptura de la representación de la ley y el orden en el uniforme que portan.

Pero no todo está perdido, hay respuestas. El Presidente se coloca al frente de la situación y las instituciones responden. De ahí, lo urgente de preguntarnos: ¿por qué estar ahí, si todos saben de lo peligroso de estar literalmente inundados de gasolina; por qué ocurrió ahí, si ya había antecedentes de casas incendiadas; por qué puede imponerse la codicia, la afrenta a la autoridad y el afán de la ganancia fácil?

Todos saben del peligro, insisto, y todos, también, parten de una convicción: es ilegal, pero no hay consecuencias. Años de saber que es una forma impune de obtener ganancias. Por eso no es exagerado sostener que algo profundo está roto en nuestra constitución cívica, porque no hay noción del delito, no hay una convicción social a favor de la legalidad y, en contraste, sí hay una actitud generalizada respecto de que “todo se vale” si se da la oportunidad de hacerlo.

Necesitamos recuperar urgentemente la legitimidad del Estado y restaurar la noción compartida por todos, de que lo mejor para todos es obedecer la Ley, por eso la lucha contra la corrupción debe ser mucho más que una cruzada personal, y avanzar en la transformación profunda de las instituciones, para desde ahí avanzar hacia la construcción de una nueva civilidad, de una nueva configuración de lo público como el espacio común de realización de las aspiraciones personales, y en el que la igualdad, el acceso a la justicia y el bienestar, sean una posibilidad palpable. Todo lo demás constituye un despropósito.

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