La pobreza intelectual que nos ofrecen los grandes medios de comunicación, en el mejor de los casos, solo divierte, sin ninguna posibilidad de análisis
Nos encontramos instalados en una esfera mediática. Nos imponen “noticias” con extraños parámetros. Son unos cuantos los que deciden qué hay que ver y a quién escuchar; ellos deciden qué es lo sobresaliente de los acontecimientos, sobre todo, ante quienes únicamente cubren sus necesidades inmediatas sin tiempo para más.
La pobreza intelectual que nos ofrecen los grandes medios de comunicación, en el mejor de los casos, solo divierte, sin ninguna posibilidad de análisis. Los cibernautas se escapan de la mendicidad de la televisión abierta por instantes, intentando encontrar un contenido distinto e imposible entre las redes sociales.
Esto es apenas un elemento para pensar el ambiente que prevalece en términos generales, en México.
De la psicosis colectiva a la angustia que genera la economía de la mayoría de los mexicanos, en las calles, más allá del terrible espectáculo de la violencia cotidiana y de la inseguridad, hay una apatía generalizada por los tópicos que nos presentan como “lo político”, rápidamente confundidos con lo electoral, y un desinterés que se expresa en la fría indiferencia que se manifiesta en una pseudotranquilidad del silencio o en el bullicio del grito sin contenido.
Las trompetas beligerantes en México se asomaron nada más por un instante con la utopía del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, hace ya prácticamente dos décadas.
La mal llamada “guerra contra el narcotráfico” solo fue un eslogan con pésimos resultados y, en el mundo, en términos más abiertos, los acontecimientos entre el derrumbe de las torres gemelas y la invasión a Irak, tuvieron grado de espectáculo para un público ausente de esos mismos fenómenos.
No hubo mayor conmoción, como no la hay ahora ante las eventuales notas que circulan sobre Siria y los pueblos kurdos, y se omite desde esas trincheras de la ignorancia lo que sucede, por ejemplo, en el Congo o en Mogadishu, allá en Somalia.
Asimismo, un todo fragmentario para el morbo corroe las noticias que mencionan descontextualizadamente a Lula da Silva o Carles Puigdemont.
No se ha tratado, en el caso de las políticas globales de los medios de comunicación, de contrarrestar el miedo, sino más bien de generalizarlo para apaciguar cualquier intento de movimiento social y político bajo el imperio de una extraña forma de observar el derecho. Y a esa imposición e impunidad le llaman estabilidad y paz social.
El Estado (no solo en México) se ha venido transformando significativamente al delegar concesiones del poder –que venían siendo facultades exclusivas de él mismo- en actores convencionales como la sociedad civil, y esto ha mermado el interés público por el privado.
El momento por el que atraviesa México, sin embargo, es una experiencia a la que están atentos, paradójicamente, los latinoamericanos y los hispanoparlantes de otras latitudes del mundo. Este tiempo debe ser aprovechado por las tareas de la cancillería en el exterior para al menos construir y presentar un mensaje de concordia política que a todos nos hace falta.
Séneca hablaba, hace ya casi dos mil años, sobre la “tranquilidad del ánimo” (o del alma). Aquí y ahora valdría el esfuerzo de releerlo para saber un poco más sobre el “alma mutilada”, como aquella con la que hemos llegado a estos intempestivos tiempos, sin temperamento estoico y sin un atletismo político para asumir un diálogo, más allá de un instante electoral.
Otilio Flores Corrales Es Doctor en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); Catedrático de filosofía política (UNAM); escritor |
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