¿De qué puede curarnos la riqueza, si no puede hacerlo ni de la ambición ni del deseo irrefrenado por ella misma?
El filósofo -además de moralista- Plutarco se preguntaba algo como lo que sigue: ¿de qué puede curarnos la riqueza, si no puede hacerlo ni de la ambición ni del deseo irrefrenado por ella misma? Cuentan también los doxógrafos, respecto de los filósofos presocráticos, que alguna vez Tales de Mileto, habiendo estudiado los ciclos agrícolas, se dedicó a rentar todas las básculas disponibles en su ciudad en época de mala cosecha, y una vez que vinieron los ciclos productivos, las rentó al precio que quiso, ganando con ello mucho dinero.
El propósito de Tales de Mileto, al hacer lo que hizo fue demostrar a sus contemporáneos lo fácil que es producir riqueza, y que en realidad lo complejo se encuentra en cultivar la educación y la elevación espiritual de la sociedad. Huelga decir que, en el acto atribuido a Tales, hay un profundo desprecio implícito a la ambición por el dinero.
¿Qué relación tienen estas ideas con el mundo contemporáneo? La respuesta es simple: todo. Porque lo que se encuentra en el fondo de éstas y muchas otras ideas similares de la antigüedad, pero también de nuestros días, es la crítica a lo que llanamente se puede denominar como “mala economía”, entendida como aquellas ideas y principios que provocan desigualdad, pobreza, privación de oportunidades, segregación y, en general, la infelicidad de la población.
Paul Samuelson criticó severamente a la que denominó como la “economía extremista conservadora”, encabezada teórica e ideológicamente por el profesor Milton Friedman, y continuada por Friedrich Hayek, además de una gran cantidad de teóricos e ideólogos de la sociedad capitalista salvaje que hoy prevalece. Esta economía es la tercera enemiga de la democracia y del desarrollo.
La mala economía parte de principios morales que son, por decir lo menos, controvertibles. Se asume que las personas somos en todos los casos sujetos racionales que naturalmente buscamos maximizar los beneficios y reducir las pérdidas y los riesgos, que somos predominantemente agentes económicos y que, en general, cada individuo debe asumir el rol que le corresponde en el sistema económico y social para garantizar el progreso y el orden de las sociedades.
Lo anterior, a la par de un complejo proceso de producción cultural e ideológica, nos ha situado en una circunstancia límite en la que predomina el vaciamiento de sentido de la existencia, la cual ha sido reducida a un perverso ciclo de actividades rudimentarias y rutinarias para las mayorías, y que pueden resumirse en el ciclo de nacimiento-supervivencia-explotación o exclusión laboral-enfermedad y muerte.
En México, de acuerdo con los datos de la Comisión Nacional de los Salarios Mínimos, el salario promedio de cotización nominal en el IMSS se fijó, al cierre de noviembre del año pasado, en 293 pesos diarios, lo que equivale a una suma mensual de alrededor de 8,900 pesos mensuales. Sin embargo, de acuerdo con los datos del CONEVAL, sólo hay afiliados al IMSS 18 millones de trabajadores, de una masa de 53.5 millones de personas que, de acuerdo con los datos del INEGI, conforman la Población Económicamente Activa (PEA), es decir, apenas 33.6% del total de las personas que conforman la PEA.
México no crece a más de un promedio de 2% anual desde hace 30 años, y cuando crecemos -aun raquíticamente-, la tendencia a la concentración del ingreso se incrementa, o sea que no sólo no se rompe con la pobreza, sino que además se profundizan las desigualdades.
Un proceso como el que vivimos, en el que 1% de la población concentra más de 50% de la riqueza total, el modelo económico depreda al medio ambiente y reduce a las personas a la categoría de “agentes económicos”, promoviendo el egoísmo y la envidia como valores positivos, no es sino resultado de la mala economía, la cual, por sus orígenes y causas, es sin duda, la tercera gran enemiga de la democracia y del desarrollo.
Artículo publicado originalmente en la “Crónica de Hoy” el 27 de octubre de 2016
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