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Un desbordado sistema de salud

De acuerdo con el Censo 2020, cuyos resultados fueron publicados por el INEGI el 25 de enero del 2021, en México hay 32.99 millones de personas que no se encuentran afiliadas a ningún sistema de salud. De esa suma, 11.14 millones son menores de 19 años; 19.9 millones tienen de 20 a 64 años de edad, mientras que 1.94 millones tienen 65 años o más.

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Es importante señalar que la suma de personas que no tienen afiliación a servicios de salud representa al 26.18% de la población nacional. Frente a ese indicador, es importante decir que, en la Encuesta Intercensal, 2015, también levantada por el INEGI, el porcentaje de población que no estaba afiliada a ningún servicio de salud fue de 17.25%; mientras que el dato del censo del año 2010 el porcentaje fue de 33.8% de la población nacional.

Lee el articulo: La relevancia del INEGI

En números absolutos, es importante decir que en el año 2010 había 38 millones de personas sin acceso a ningún sistema de salud; es decir, prácticamente cinco millones más que el dato registrado en el año 2020; y si bien la población nacional pasó de 112 millones de habitantes en el 2010, a 126 millones en el 2020, es evidente que la cobertura de los servicios de salud se ha incrementado de manera muy lenta y desigual en todo el territorio nacional.

Desde esta perspectiva, es relevante subrayar que el sistema de salud estaba desbordado desde hace mucho tiempo; y que la COVID19 evidenció las enormes carencias, pero también es cierto que profundizó la severa crisis que se ha vivido en este ámbito de la política social desde hace décadas.

Ante la evidencia disponible en fechas recientes, pero también en las estadísticas históricas del país, es legítimo sostener que México nunca ha tenido un sistema de salud integrado, de calidad, y mucho menos que garantice cobertura universal; el resultado es un país con una epidemiología compleja, que se asocia a factores que, de manera sintética, han sido categorizados como “determinantes sociales de la salud”.

De acuerdo con diversas estimaciones, México invierte entre el 2.5% y el 3% de su PIB en servicios de salud, cuando lo idóneo, como referencia general, es una inversión mínima de 6% del PIB nacional. Esa inversión no ha tenido incrementos relevantes, y en medio de la pandemia, cuando se esperaría la disposición de recursos extraordinarios, las decisiones de inversión pública, de estrategia fiscal, y de negación al endeudamiento de la actual administración, nos ha colocado ante un escenario de presupuesto restrictivo que ha impedido ampliar los recursos para la atención adecuada de la emergencia.

Lo que urge entonces es la revisión a profundidad de la estrategia de la política social en todas sus aristas en México. Es decir, si las principales causas de mortalidad, incluida la COVID19, están vinculados a determinantes sociales de la salud, entonces lo que debería estarse construyendo es una nueva estrategia general para reducir las desigualdades en el país, y con ello, avanzar hacia el abatimiento de las condiciones de pobreza y malnutrición que prevalecen en el país.

El primer paso sería, en esa lógica, partir de lo que se tiene: reorganizar a todo el Sector Público, y replantear las prioridades y metas del sexenio: poner en primer lugar la garantía de la vida y la salud de las personas, y rearticular y redefinir los programas sociales de que dispone el gobierno para hacer frente a las emergencias sanitaria y económica.

Ese proceso debería servir de base para orientar un proceso transformador del curso de desarrollo que tiene el país, a partir de una reforma fiscal integral, que se ha pospuesto desde la década de los 90, bajo el argumento de que no se dispone de la legitimidad o las mayorías parlamentarias que se necesitan. Desde esa perspectiva, el actual gobierno está desaprovechando la fuerza y legitimidad democrática del Ejecutivo Federal, para replantear los términos del esquema general fiscal del país, así como la estructura hacendaria y el pacto fiscal que se tiene entre las 32 entidades de la República.

Una reforma de este tipo permitiría superar varias restricciones presupuestales, y se generarían recursos para cumplir con tres metas que deberían ponerse al centro de la acción gubernamental para la segunda mitad del sexenio: 1) incrementar significativamente la inversión productiva del Estado; 2) robustecer al sistema de salud y de seguridad social, para construir un sistema único de cobertura universal que mejore los estándares de atención así como los cuadros y esquemas de atención; y 3) dinamizar a la economía nacional a través de una estrategia integral de fortalecimiento del mercado interno y la creación de los empleos dignos que se necesitan para garantizar un proceso de crecimiento sostenido de la economía.

Las políticas de transferencias de ingresos han llegado a su límite en medio de las emergencias que enfrentamos; y si bien son indispensables para sostener a flote a las familias más pobres del país, nunca serán suficientes para resolver estructuralmente los problemas estructurales que impiden que las personas se vinculen a procesos virtuosos de desarrollo humano.

Los retos que tiene este gobierno son, desde esta óptica, formidables. Por ello, es urgente que el Ejecutivo Federal se dé a la tarea de revisar críticamente lo que ha ocurrido en los primeros dos años de su gobierno, y reflexionar cómo se han transformado los escenarios, tanto en lo nacional, como en lo internacional, como producto de la crisis sanitaria que se vive en el orbe.

La condición de una auténtica cuarta transformación del país pasa por la construcción de un nuevo curso de desarrollo; se trata en ese sentido, no sólo de la atención prioritaria de las personas en pobreza, sino en lograr que ellas y sus familias superen esa circunstancia, así como generar y robustecer capacidades para reducir la vulnerabilidad en que viven millones de familias que, ante eventos disruptivos como el que estamos enfrentando, no caigan en la pobreza, como ya les ha ocurrido a millones de hogares que, ante la necesidad de comprar un tanque de oxígeno, o a decenas de miles de familias que han perdido a alguno o varios de sus integrantes, han caído, no sólo en la tragedia de la muerte, sino también en la catástrofe económica.

El tiempo apremia, literalmente cada día que se pierde significa miles de personas que pierden la vida. No debe olvidarse que en el 2020 hubo al menos un millón de personas fallecidas, lo cual implica un promedio de 2,739 personas que todos los días pierden la vida, es decir, 114 personas cada hora; una cifra que estremece y que obliga a una reflexión política y ética sobre el sentido del mandato popular otorgado en las urnas al presidente López Obrador en la elección del 2018.

Urge recomponer y corregir muchas cosas en el gobierno; pero sobre todo, urge una convocatoria a un esfuerzo extraordinario de la nación, que nos lleve, de una vez por todas, a una lógica de desarrollo y bienestar, que nunca hemos tenido, y que no puede posponerse más.

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