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Un filósofo en la cárcel

¿Qué puede aprender un filósofo «titular» en la cárcel? En esta ocasión no hablamos de experiencias, hablamos de conocimiento puro, de una reflexión profunda que hace crujir los cimientos de la filosofía académica para abrir hueco a otras filosofías, a otras formas y fuentes a la hora de hacer filosofía.

Por José Barrientos-Rastrojo, filósofo y director del proyecto BOECIO 

Artículo retomado de Filosofía & co.

Desde la perspectiva académica, un filósofo aprende en la cárcel que, aunque la academia ofrece un discurso filosófico interesante y profundo, no deja de excluir y menospreciar, utilizando la terminología de Axel Honneth (el último director del Instituto de Investigaciones Sociales de la Escuela de Frankfurt). Los últimos años han intentado integrar otros discursos: los que han tenido más éxito han sido la filosofía feminista o la filosofía oriental. Es llamativo que la recuperación de estos discursos parte del empoderamiento de los colectivos que los portan: la imposición en la economía mundial del poder chino y japonés está llevando a autores como Nishida, Mao o el budismo en general a ser estudiado dentro de las universidades; lo mismo puede decirse con el crecimiento de la mujer en todos los contextos incluida su progresiva toma de poder en las instituciones.

Esta inclusión y expansión del canon filosófico constituye una esperanza puesto que conjura los estrechos límites impuestos por Occidente o por la configuración filosófica masculina o heterosexual. Sin embargo, aún existen cimas que alcanzar, como el desarrollo de la filosofía desde la perspectiva LGTB+ o desde los citados menospreciados propios de las comunidades indígenas o de los internos de prisión. La biopolítica del poder aqueja también a la filosofía académica que degrada con demasiada frecuencia los discursos de estos contextos como no filosóficos o de segundo nivel. Esta degradación se realiza con mayor o menos elegancia desde la negación manifiesta e irónica a la apelación a normativas que impiden su desarrollo.

Un filósofo aprende en la cárcel que la academia no deja de excluir y menospreciar (…). Los últimos años ha intentado integrar otros discursos: la filosofía feminista o la oriental

Téngase presente que el rescate de estos discursos no implicaría, por ejemplo, que el filósofo hable por los internos, sino que su sistema alcance el claustro universitario. Concretamente, imaginemos una tesis doctoral sobre el concepto de libertad sartreana realizada desde la óptica de un recluso que lleva quince años entre rejas, o una sobre el concepto de angustia de Heidegger que parta de la situación ontológica en que queda una interna mexicana después de que le han retirado a su hijo porque este ha cumplido la edad necesaria para no seguir viviendo entre rejas. Obviamente, podemos preguntarnos cómo sería posible hacer esto si una tesis doctoral requiere un conjunto de habilidades de escritura, reflexión y oratoria de muy alto nivel que ni siquiera quien vive fuera las obtiene. La respuesta es sencilla: convirtiendo al filósofo en un tallerista que trabaja en la prisión, que despliega una condición anfibia y no camaleónica (es decir, manteniendo la doble filiación y no perdiendo una de ellas). Las sesiones de filosofía aplicada serían el punto de entrada a sus visiones, encargándose de la articulación doctoral el alumno.

Si las facultades quieren abandonar su condición menospreciadora deberían, en primer lugar, facilitar e incentivar la creación de asignaturas en su seno que fomenten la formación de su alumnado en esta línea. Si no lo hace, queda clara su postura y la de los equipos que las constituyen: deeds, not words o hechos, no palabras. Lamentablemente, incluso las asignaturas y cursos de filosofía para/con niños se siguen realizando en España fuera de la universidad. Solo en los últimos meses, tres facultades de filosofía han dado un pequeño paso invitando, puntualmente, a realizar alguna conferencia. La situación se agrava cuando descubrimos que algunas de las principales universidades del mundo hace años que están implicadas académicamente en este área de conocimiento: la Universidad de Cambridge asistió a la lectura de una tesis doctoral de filosofía aplicada en prisiones en 2018; la Universidad de Standford tiene un programa de difusión filosófica desde hace más de una década; la Universidad de Viena, la de Roma, la de Venecia tienen programas de filosofía aplicada desde el comienzo del siglo…

Hay que hacer notar que esta situación no constituye un problema universitario, puesto que hay facultades de educación que han abierto sus puertas a esta demanda social con cursos y formaciones, al igual que los centros de profesorado de docentes de bachillerato y educación secundaria. Desgraciadamente, el problema reside donde el lector puede intuir. Aun así, soy optimista por el interés de algunos equipos decanales y profesores a cambiar la situación y animo desde aquí a aceptar el reto de realizar una auténtica filosofía crítica contra el sistema del poder constituyente y constituido.

Mientras que algunas de las principales universidades del mundo hace años que están comprometidas académicamente con la filosofía aplicada, en España solo tres han dado pequeños pasos invitando, puntualmente, a realizar algún acto

Un segundo elemento que aprende un filósofo en prisión es que, en no pocas ocasiones, hay más libertad de pensamiento dentro de ellas que en muchas de las instituciones de educación externas. Además, sin pretender dulcificar todas las situaciones, su anhelo y la buena disposición se da con tanta frecuencia dentro de los reclusorios como en los grupos de jóvenes marcados por el sistema crediticio y el rédito (¿pecuniario?) de todo aquello que se hace.

Tercero, uno consigue filtrar las noticias y descubre que muchos medios de comunicación no pretenden informar, sino modificar actitudes, generando mecanismos de estigmatización social con el fin de controlar no solo el grupo menospreciado, sino el menospreciante. A partir de Foucault, podemos darnos cuenta de que una política de la transparencia no solo controla al infractor, sino a todos los miembros de la sociedad aquejados de una visibilidad extrema que crea ansiedad.

En relación al control de los desfavorecidos, se multiplican los titulares sobre el aumento del riesgo generado por los sintecho y se plantea como solución el control social y la prisión. Sin embargo, se olvida la parte de responsabilidad de las instituciones públicas en relación a que esas personas no tengan techo o formación. Y tampoco se hacen ecos los medios de sus razones, sus estructuras o el valor añadido que su visión podría proponer a la sociedad. No lo olvidemos: Diógenes vivía en un barril y filósofos como Boecio o literatos como Cervantes o Quevedo han escrito sus mejores obras en prisión o recluidos; otros las redactaron en el exilio debido a leyes injustas o, al menos, interesadas (María Zambrano, Séneca, etc.).

Un filósofo aprende en prisión que, en no pocas ocasiones, hay más libertad de pensamiento dentro que en muchas instituciones de educación externas

Por último, la prisión enseña a valorar lo pequeño (una mañana de sol o el aroma de una flor de jazmín que florece). También demanda sin misericordia, como una catana bien afilada que se nos clava en los riñones: la mirada del menospreciado exige justicia en términos activos y no solo desde la cátedra del despacho, compromete ante la miseria o el sufrimiento ajeno. Ahora bien, la exclusión no es un fenómeno que competa solo a las leyes, al poderoso, o una crítica que pueda dirigirse contra una filosofía de postureo (o impostura) académica: el menosprecio se produce cada vez que un senegalés en un semáforo nos vende pañuelos y decidimos no mirarle a los ojos o robarle la posibilidad de recibir una sonrisa. El despreciado necesita más adquirir una identidad (ser yo) que una moneda o billete, pues ¿quién puede vivir siendo un don nadie?

La lacerante situación incentiva la creación de una metafísica corporal y material que amplía las visiones idealistas desconectadas con la realidad. Es necesario leer a Platón para prepararse para la muerte, pero invitaría a muchos educadores y filósofos a sentir el frío calibre cuarenta y cinco que ponen en tu sien por haber impartido ciertos talleres de pensamiento crítico en prisión; es imprescindible reflexionar sobre la condición de proximidad levinasiano, pero poco se sabe del otro, del prójimo, hasta que uno no ha tenido entre sus manos el cuerpo casi muerto de un vagabundo en el metro Hidalgo de México junto al que nadie se detenía. La necesidad de la corporalidad de la Fenomenología de la percepción de Merleau-Ponty está incompleta si se restringe a estudios sesudos de despacho. No defenderé que la preocupación filosófica de gabinete sea inútil; sin embargo, considero que una vida filosófica sin ocupación aplicada no merece la pena ser vivida. Ahora bien, como he defendido en muchos talleres, no vengo aquí a pregonar sobre la importancia de ser bueno y de no matar, sino a animarles a que si lo hacen tengan razones profundas y una razón amplia desde la que contemplar todas las posibilidades; solo así sus vidas y sus muertes les pertenecerán auténticamente.

La exclusión no es un fenómeno que competa solo a las leyes, al poderoso, o una crítica contra una filosofía de postureo: el menosprecio se produce cada vez que un senegalés en un semáforo nos vende pañuelos y decidimos no mirarle a los ojos

Sobre el autor

José Barrientos-Rastrojo es profesor titular en la Universidad de Sevilla, en el departamento de Corrientes actuales de la filosofía, ética y filosofía política, y dirige la Revista internacional de Filosofía aplicada HASER, corriente en la que es pionero y uno de los máximos representantes en España. De hecho es autor del primer libro sobre Historia de la Filosofía Aplicada y Orientación Filosófica en lengua española. Dentro de esa especialidad está concebido el Proyecto de Filosofía Aplicada en Prisiones BOECIO del que es director y sobre el que nos habla en este artículo.

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