Dice el refrán popular que lo barato puede resultar, a la larga, más caro. En términos de política pública, esa idea podría traducirse al análisis “costo-beneficio”. Dicho de manera coloquial, la cuestión es simple: ¿puedo hacer lo mismo invirtiendo menos, o incluso, puedo hacer más con los recursos de que dispongo?
La propuesta que ha presentado el virtual presidente electo se apega más a lo implícito en la primera parte de la pregunta planteada. Es decir, él y su equipo han asumido que la administración pública puede seguir funcionando, invirtiendo mucho menos de lo que actualmente se hace.
Eso de suyo es problemático de asumir, sin embargo, y aquí es donde comienza lo paradójico, no solo se asume que invirtiendo menos podrán hacer lo mismo que hace el gobierno hasta ahora, sino que lo harán mucho mejor.
Un gobierno austero puede ser sumamente eficaz, de ello no hay duda. Pero construirlo implica al menos tres elementos:
a) El más relevante de todos consiste en que la mayor parte de quienes forman parte de la burocracia tengan una indeclinable vocación de servicio a la nación, y eso solo puede saberse hasta que se tomen las medidas de recorte y se implemente la nueva política de salarios propuesta para la administración pública federal.
b) Que quienes laboran en la administración pública federal cuenten con un amplio dominio de los procesos administrativos, presupuestales y normativos de las áreas en que laboran, además de ser expertos en el diseño e implementación de políticas públicas en la materia de que se trate.
c) Que todas estas capacidades se traduzcan rápidamente en la modificación de objetivos, estrategias y metas, y que su implementación se dé con tal grado de velocidad y eficacia, que logre vencer lo que en administración pública se denomina como “resistencia burocrática”.
En todo cambio de entramados institucionales y de políticas públicas hay que considerar cuáles son los apoyos que se tienen y si esos apoyos son suficientes para solventar los problemas que se generarán con los grupos de interés afectados: desde costos económicos generados por procesos legales por demandas por despido, reducción de salarios y prestaciones, hasta posibles movilizaciones que generen costos sociales y de capital político para quien las implementa.
Es una gran noticia que el virtual presidente electo esté de verdad decidido a terminar con los privilegios asociados al mal uso de los recursos públicos. Por ello, cada propuesta que plantee y cada medida que decida implementar debe ser sumamente estudiada y valorada en términos políticos, pero también económico-administrativos, porque los errores en este terreno al final pasan al otro, al de la política.
Hay quienes pensamos que la dimensión de nuestro país (en lo demográfico, lo territorial, lo económico, social y ambiental) justifica una administración de un tamaño relevante. De ahí que la opción que podría ser más viable es la de asumir que se pueden hacer mucho más y mejores cosas con lo que tenemos, no reduciendo la inversión en el aparato público.
Ahora bien, no reducir o atemperar la propuesta de redimensionamiento del tamaño de la administración no significa que no puedan cambiarse los perfiles de quienes laboran en el gobierno federal.
De hecho, ésta debería ser la oportunidad aprovechada para profesionalizar a la administración pública: con una escuela de gobierno en serio, con exámenes profesionales mucho más transparentes y auténticamente abiertos y, sobre todo, diseñados para elegir perfiles verdaderamente expertos en las materias que tendrán que resolver.
Las medidas que ha anunciado hasta ahora López Obrador parecen más, en la mayoría de los casos, un catálogo ético que un plan estratégico para la reforma integral de la administración pública.
El mandato y la legitimidad mayoritaria que obtuvo en las urnas implican, entre otras cosas, hacer que el gobierno sea un representante auténtico de la voluntad y las aspiraciones ciudadanas. Generar bienestar y garantizar los derechos humanos es costoso y requiere de profesionales para hacerlo.
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