Los datos relativos a la mortalidad en exceso reportados por la Secretaría de Salud, hasta la semana 50 del 2020, es decir, alrededor del 15 de diciembre, indican la pasmosa suma de 271,867 personas fallecidas, más allá de la cifra estadísticamente esperada para el año que recién concluyó.
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Dadas las cifras disponibles, es posible pensar que el 2020 haya cerrado con 300 mil defunciones por arriba de lo matemáticamente proyectado como probable en los estudios sobre mortalidad y salud pública que hay en el país. Lo peor respecto de estas cifras, es que el 2021 no ha iniciado nada bien en esta materia: se ha tenido una semana con cinco días consecutivos con más de mil defunciones confirmadas por COVID19, pero también el día martes, 12 de enero, se llegó a un nuevo récord para un solo día, con más de 1,300 decesos.
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Por su parte, en materia de violencia las cosas tampoco han mejorado, y el arranque del año arroja ya un saldo preliminar, hasta el 12 de enero, de 880 víctimas de homicidio intencional; mientras que el año 2020 cerró con una cifra, también preliminar, de al menos 34 mil víctimas de homicidio doloso, cifra que habrá de ajustarse al alza con los datos que dé a conocer el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública el próximo 20 de enero.
Para dimensionar lo que está ocurriendo en esa materia, debe decirse que en el año 2019 el registro de la institución citada fue de 34,582 víctimas de homicidio intencional. Eso hace un promedio diario de 94 víctimas de asesinato para el 2019, y considerando que un hubiese variaciones significativas para las cifras de cierre del año, puede pensarse que 2020 fue un año con 93.4 víctimas diarias de homicidios intencionales.
A estos niveles máximos de mortalidad en el país, se suman también los que podrían ser los niveles máximos de pobreza en las últimas décadas, pues el cierre obligado de miles de establecimientos comerciales y empresas en los estados con mayor número de contagios de la COVID19, ha impedido que la recuperación económica se dé con la velocidad que había, no solo estimado, sino además prometido el titular del Ejecutivo Federal.
Como maldición, en los estados que iniciaron enero con las mayores tasas de ocupación hospitalaria por la pandemia, las tragedias se suceden una tras otra: en la Ciudad de México, el incendio en las estaciones de control del sistema del Metro ha provocado que en numerosas estaciones y en cientos de paradas de autobuses, se vean enormes concentraciones y aglomeraciones de personas, que muy probablemente impedirán que descienda de manera relevante el número de contagios y muertes.
En Guanajuato, por su parte, además de ser el segundo estado con mayor porcentaje de ocupación hospitalaria, el año inició con varias masacres, y con una suma preliminar de 137 asesinatos en los primeros 12 días del año; entre los cuales destaca el homicidio de un diputado local, lo cual presagia cuál podría ser el tono y clima de violencia política durante el proceso electoral que ya comenzó.
Estamos pues, ante una triada maldita que urge quebrar radicalmente: pobreza intensa y extrema, más una feroz violencia, más una economía en crisis, no son, ni de lejos, los factores estructurales que estarán en la base de la disputa por los miles de cargos de elección popular que estarán en juego en este 2021.
Frente a todo esto, el Jefe del Estado tiene una responsabilidad mayor: serenarse y contribuir a serenar los ánimos en un país golpeado brutalmente por el dolor y la tristeza; amenazado por la incertidumbre y sobre todo, dividido y confrontado.
No es tiempo para que el Ejecutivo actúe como aquello que tanto criticó desde la oposición: como un jefe de partido. Su tarea es ahora otra: la de realmente consolidar y encaminar al país, no se sabe si a una cuarta transformación, pero sí al quiebre de tendencias y factores que han impedido el acceso a la justicia y dignidad de toda la población nacional.
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Investigador del PUED-UNAM