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Un infinito exceso de dolor

“Como cae una dulce paloma derribada

por el plomo del odio, sobre la blanda tierra,

así cayó tu sueño, rodando por la sierra,

rodando y golpeando la noche de Granada”.

Quizá sea el lenguaje poético el que en mayor medida permite aproximarse a las profundidades más íntimas del dolor y la tristeza; por ello nos urge más poesía; más palabras mayores que nos ayuden a descifrar el laberinto en el que estamos, y en el que deambulamos ante el terror cotidiano de las balas y los cuchillos que terminan con decenas de vidas.

Escrito por:   Mario Luis Fuentes

La tremenda imagen de Judith decapitando a Holofernes en las obras de Caravaggio, Botticelli, Tiziano y tantos más que la pintaron, parece un juego de niños, en su capacidad representativa, frente a las cabezas humanas que constantemente los grupos de sicarios dejan en las calles de México, para amedrentar a los grupos antagónicos, pero también para aterrorizar al resto de la población, además de la frialdad del desafío a las autoridades del Estado.

Te invitamos a leer: Nombrarlas para encontrarlas: desaparición forzada

Por si esto fuera poco, la llegada de la pandemia y la mortandad que ha generado ha completado un escenario terrorífico, de pavor y desesperanza para millones; y de dolor y sufrimiento para todas las familias que han perdido a uno o varios de sus integrantes, pero también a amigas, amigos, seres queridos de todo tipo.

Los datos de que disponemos indican una tremenda pérdida de vidas, literalmente nunca antes atestiguada en nuestro país: en dos años, más de dos millones de personas muertas. De acuerdo con lo datos de la Secretaría de Salud, la cifra preliminar es de 2,154,498 personas que han fallecido entre los años 2020 y 2021.

Considerando que en dos años hay 730 días, el promedio diario de personas fallecidas en esos dos años es de 2,951; cifra que, a su vez, es equivalente a dos personas cada segundo transcurrido. Se trata de una espantosa presencia cotidiana de la muerte, que n permite secar las lágrimas en un hogar, cuando en otro está comenzando la tristeza de decirle adiós, para siempre, a alguno o varios de sus seres queridos.

Los noticiarios transmiten todos los días imágenes y sonidos desgarradores: personas abrazadas buscando consuelo; y en días recientes, la impresionante imagen de una niña pequeña intentando evitar que su padre fuese “levantado” por unos matones que, se supo después, lo asesinaron a unos cuantos metros de donde se lo llevaron.

Según los datos de la propia Secretaría de Salud, entre 2021 y 2022 se tiene un registro de la impresionante cifra de más de 400 mil fallecimientos “en exceso”; es decir, defunciones que exceden estadísticamente los datos esperables para un año de mortalidad normal. Es demasiado, no por el número; sino demasiado porque esta tragedia pudo ser mucho menor.

Han sido los estados más poblados donde se ha concentrado la mayor cantidad de personas fallecidas. Solamente en Ciudad de México, Estado de México, Veracruz, Jalisco, Puebla y Guanajuato, se concentra una suma de 1,044,999 decesos, es decir, prácticamente la mitad de todos los que ocurrieron en el país en estos dos años terribles.

Frente a ello, el sistema de salud ha enfrentado uno de sus mayores fracasos en la historia del país. Ante el fiasco que ha resultado el INSABI, no sólo la atención a la dimensión biológica de la salud, sino, ante todo, la atención de la salud mental ha sido otra de las grandes ausentes.

Ante la magnitud de las pérdidas, se ha dejado a las familias a su suerte. Cuando lo que debió, ante lo prolongado de la pandemia, diseñarse una estrategia emergente de atención a la salud mental, que sirviera de base para un nuevo paquete de servicios en la materia y permita hacer frente a las ingentes cantidades de personas que viven con ansiedad, miedo y en no pocas ocasiones, en escenarios profundos de depresión.

Las desapariciones forzadas continúan: de acuerdo con el reciente informe presentado ante Naciones Unidas, en el país permanecen más de 98 mil personas sin ser localizadas; y lo peor es que, de acuerdo con los datos del sistema judicial, de todos los archivos y procesos judiciales abiertos, del 2011 a la fecha sólo se tienen 35 sentencias firmes en contra de los perpetradores.

Así, nos hemos convertido en un país donde la muerte campea; pero lo hace porque la impunidad reina; porque la justicia está a disposición de quienes detentan los principales cargos de procuración e impartición; o bien para quienes tienen para pagar o comprar voluntades; pero solo de vez en cuando se tiene la noticia de alguna víctima que, luego de años de un auténtico viacrucis judicial, consigue una sentencia justa a su favor.

La muerte es inevitable; pero cuando nos llega de forma inesperada, en masa y de manera excesiva, como se entiende aquí, su significado rebasa los límites del entendimiento y nos obliga a pensarla como algo mucho más que la sola muerte. Porque lo que nos habita es el espanto; el porque nos amenaza el odio; porque nos desborda la herencia maldita que se siembra en los fértiles surcos de la violencia que a todos nos hiere y a todos nos confronta.

Esta realidad debe parar ya; la indolencia del discurso frívolo de cada mañana impide pensar colectivamente con serenidad; con prudencia; con la sabiduría que se requiere para construir la paz y salir del oscuro pozo de maldades que se han instalado ante nosotros y cuya permanencia impide la cimentación de un nuevo país de bienestar y vida digna para todas y todos.

Todo lo anterior porque, volviendo a la poesía, cabe decir que han instalado entre nosotros, pensando en el gran César Vallejo, los terribles heraldos negros:

“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte…

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