A México le urge la construcción de un nuevo sistema alimentario nacional. Para reconstruir el actual, es urgente considerar tres factores ineludibles. El primero es el relativo al reto gigantesco que implica el cambio climático y el proceso de desertización de los suelos en nuestro país.
El segundo, derivado de la declaratoria de la emergencia sanitaria emitido por el Consejo de Salubridad Nacional, ante la pandemia de obesidad y sobrepeso que nos aqueja, y que está generando consecuencias catastróficas: más de 200 mil muertes anuales por diabetes y enfermedades hipertensivas que necesariamente se asocian a esta problemática.
El tercero, la paradójica persistencia del hambre: de acuerdo con el INEGI, en el país más del 40% de los hogares manifiesta temor ante la posibilidad de quedarse sin nada para comer; a la par de que en más de 10 millones de hogares en los que hay niñas y niños se han tenido dificultades para satisfacer sus necesidades alimentarias.
Todo lo anterior, en medio de la suficiencia y el desperdicio. Todos los días se tiran a la basura miles de toneladas de alimentos; y todos los días también cientos de miles de campesinos se debaten ante el dilema de qué hacer con sus productos, ante un mercado leonino que fijas sus precios en las prestigiosas avenidas de Chicago, en las cuales se determinan los costos de los “commodities”.
Frente a lo anterior, el informe de gobierno del Ejecutivo federal nos dice que, en materia de alimentos, hoy exportamos más de lo que importamos. ¿se puede entender esto en medio de la realidad descrita? ¿Por qué entonces las muertes por desnutrición, los niveles de prevalencia de bajo peso y talla de cientos de miles de niñas y niños, y simultáneamente, de obesidad infantil?
Lo que ocurre, por una parte, es que se desmanteló la red de abasto que operaba en la década de los 80 en el siglo pasado, bajo la denominación de Conasupo, la cual fue transformada en lo que hoy se llama Diconsa, institución que no cuenta ni con las capacidades ni con los recursos necesarios para generar una red de abasto de productos sanos e inocuos de bajo costo para la población.
En segundo lugar, y quizá aún de mayor importancia, se encuentra el hecho de que los mercados locales fueron erosionados al máximo; es decir, no se han generado las cadenas de valor ni de suministro requeridas, para que los productos del campo sean comercializados en condiciones de justicia mínima para los productores; a la par de una inexistente red de distribución que permita la disponibilidad alimentaria que nos urge.
En este contexto, se nos dice que debemos comer frutas y verduras; pero el problema se encuentra en que, en primer lugar, sus precios se han elevado en más del 15% en el último año, según los Índices de Precios al Consumidor; y a la par de estos incrementos, tampoco es fácil encontrar en dónde comprarlos en ciudades caóticas como las que tenemos.
Hay países en los que se ha implementado una política de distribución gratuita de frutas: se colocan dispensadores en plazas públicas, en estaciones del Metro, en paradas de autobuses, etcetera. Ante una medida así, hay quien dice que la gente no tomaría solo una pieza sino que se llevaría todo. Y quizá sea así, en un principio. Pero a fuerza de tenerlo a disposición, lo que ha ocurrido en otros lugares es la mesura y la autorregulación social.
Tenemos que avanzar pues, por las dos vías: medidas emergentes como la señalada, que acerquen alimentos, calorías y carbohidratos de calidad, a los millones de personas que hoy padecen la insuficiencia alimentaria; y por el otro, avanzar a las soluciones estructurales que tienen que ver con los mercados, por una parte, y con la mitigación de los efectos del cambio climático, lo cual exige la reconversión tecnológica y productiva del campo mexicano, en los sectores más pobres.
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