De acuerdo con los datos del INEGI, obtenidos a través del Censo Nacional de Población y Vivienda, en México hay 17 áreas metropolitanas que tienen, cada una de estas regiones, más de un millón de habitantes, y dos más que están a unos cuantos miles de alcanzar el millón. En ellas habitan 55.5 millones de habitantes, es decir, el 44% de la población nacional.
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En contraste, de acuerdo también con el INEGI, hay 155,562 localidades, con menos de 250 habitantes cada una de ellas, sumando un total de 5.6 millones de personas. Si se considera el rango que INEGI utiliza para definir demográficamente a una localidad rural (menos de 2,500 habitantes), la cifra es de 185,243 localidades, donde viven 26.98 millones de personas esto es, el 21.4% de la población.
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Por ello, cuando se habla de lo que ocurre en las entidades de la República, las generalizaciones suelen ocultar las profundas diferencias y desigualdades entre regiones, al interior de los propios estados. Por ejemplo, no es lo mismo pensar en la región de La Laguna (Torreón-Gómez Palacio), que en el municipio de Badiraguato en Durango o del de General Cepeda, en Coahuila.
Lo mismo puede decirse del estado de Chiapas, donde los problemas crecen, se acumulan y profundizan: desde la emergencia humanitaria que se vive en Tapachula, la más grande ciudad fronteriza del sureste mexicano, y lo que se vive en Los Altos, o en numerosas localidades de la selva y la montaña, no sólo por los conflictos interétnicos, sino también ahora por las nuevas complejas modalidades de relación tóxica entre población indígena y grupos del crimen organizado, además de la figura de los paramilitares, que no termina de desaparecer.
En la frontera norte, municipios tan disímbolos como Piedras Negras y Ciudad Juárez; o Tijuana y Nogales, viven el drama de las personas repatriadas o en espera del asilo humanitario de los EEUU; y donde los servicios públicos se encuentran desbordados, y en otros puntos, al borde del colapso.
En el centro del país, varios estados viven una oleada de violencia sin precedentes. Zacatecas se ha convertido en la entidad con mayor tasa de homicidios dolosos en el 2020; mientras que Guanajuato, Jalisco y Michoacán llevan años atrapados en una espiral de violencia que ha dejado ya varias decenas de miles de muertos en los últimos diez años.
En Guerrero, las luces de alarma se han encendido una vez más, ante el cambio de autoridades locales y ante el aparente reacomodo de las fuerzas del crimen organizado, que mantienen asediadas, no sólo al gobierno, en todos sus órdenes y niveles, sino también a la población civil, la cual vive presa de las extorciones, el robo, los secuestros, el cobro de piso… todo lo cual se sintetiza en el miedo y desesperanza en torno a que las cosas podrán mejorar pronto.
En numerosos territorios, la lucha es por la sobrevivencia ante el embate de las fuerzas criminales, y en muchos otros más, por la sobrevivencia ante el hambre, el empleo precario y la falta de oportunidades para acceder efectivamente a los derechos que nuestra Carta Magna nos reconoce sin mayor requisito que encontrarnos en el territorio nacional.
Tenemos un país escindido, no sólo entre el norte y el sur. Verlo exclusivamente así constituye un error. Las fracturas, las “fallas geológicas” de la desigualdad y la pobreza caracterizan a todo el espacio social. No hay un estado que no tenga municipios polarizados, en lo que a marginación, pobreza y segregación se refiere. Y no hay una sola ciudad, del tamaño que sea, que no tenga “zonas exclusivas”, frente auténticas zonas de miseria, falta de servicios y exclusión.
La promesa gubernamental, que se asume sigue en pie, fue la de reconciliarnos, cerrar las brechas y atemperar las desigualdades. Quedan 150 semanas para que la administración federal concluya, y cada vez parece más lejano que podrá cumplirse con ese objetivo.
Investigador del PUED-UNAM
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