El nuestro no sólo es uno de los 10 países más poblados de la tierra; es también uno de los países que más rápidamente envejece. Se trata de un fenómeno que avanza inexorablemente y que nos colocará en un tiempo muy cercano ante dilemas y problemas de una profundidad y de una complejidad mayúscula, sobre todo en lo relacionado con los costos de atención a la salud.
Escrito por: Saúl Arellano
Lo anterior puede dimensionarse si se considera el acelerado incremento en las tasas de incidencia de obesidad, sobrepeso, diabetes mellitus e hipertensión arterial, todos padecimientos crónico-degenerativos que están provocando la mayor cantidad de defunciones en México, sobre todo a partir de los 50 años de edad, y con mucho mayor intensidad en las personas mayores de 65 años.
De acuerdo con los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), el índice de envejecimiento del país está creciendo aceleradamente. Este índice indica la proporción de personas mayores de 60 años de edad, por cada 100 niñas y niños menores de 14 años.
El promedio nacional de ese índice en el año de 1990 se ubicó en 16% de personas mayores de 60 años, por cada 100 menores de 14; para 1995 se incrementó a 18.5%; a 21.3% en el año 2000; a 26.4% en el año 2005; a 30.9% en el 2010; a 38% en el 2015 y a 47.7% en el año 2020.
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Este crecimiento, proyectado hacia los próximos 30 años, implicaría que en el 2025 se llegaría a 57.1%; en el 2030 a 66.5%; en el 2035 a 75.9%; en el 2040 a 85.4; a un porcentaje de 94.8 en el 2045 y se llegaría a 104.2% en el año 2050, con lo que se tendría por primera vez en la historia a una cantidad superior de personas mayores de 60 años, que la de quienes tendrían 14 años o menos en el país.
Pero esa tasa no es uniforme y había, en el 2020, 11 entidades de la República mexicana donde el índice de envejecimiento presentaba valores superiores a la media nacional. Así, en Oaxaca era de 48%; en Hidalgo, de 48.5%; en Tamaulipas, de 48.9%; en Sonora, 49.5%; en San Luis Potosí, era de 49.8%; en Yucatán, de 52.4%; en Sinaloa, de 52.7%; en Colima, de 52.9%; en Morelos, de 58.5%; en Veracruz de 59% y en la Ciudad de México, la que presenta el mayor valor, de 90.2%, por lo que las proyecciones muestran que a más tardar en el 2030 se rebasará el 100% en la capital de la República Mexicana.
Asimismo, al construir las proyecciones para el resto de la República Mexicana, lo esperable es que al menos los estados de Nayarit, Jalisco, Nuevo León, Estado de México, Michoacán, Chihuahua y Zacatecas, rebasen en el 2030 el promedio nacional, el cual llegará, como ya se indicó, a aproximadamente 66.5%.
México carece de una política pública integral para la garantía de los derechos de las personas adultas mayores. Por ello preocupa que el énfasis en los últimos años se haya puesto predominantemente en la transferencia de ingresos y que se haya elevado incluso a rango constitucional la llamada “pensión universal” a los adultos mayores. Esa medida populista, en un contexto de incertidumbre económica y financiera, se percibe desde ya como económicamente inviable en los próximos 20 años, por lo que será indispensable revisar cómo se pueden modificar esas medidas para evitar la catástrofe financiera de la hacienda pública.
Para nuestro país es indispensable regresar con urgencia a los principios de acción de la Cumbre Mundial del Envejecimiento y del Plan de Acción de Madrid, actualizándolo y adaptando las medidas más importantes a nuestra realidad nacional, apostando por una lógica de garantía del envejecimiento activo, cuando sea posible, y de protección social y de cuidados, porque de ninguna manera se va a garantizar el conjunto de los derechos de estos grupos de población, simplemente entregando cantidades de dinero que, ante las necesidades crecientes, resultarán no sólo insuficientes, sino incluso irrisorias en el futuro.
Resulta paradójico que, entre el 2018 y el 2020 se redujo la proporción de personas mayores de 65 años en condiciones de pobreza, sin duda alguna como resultado de las transferencias de la pensión universal; pero que simultáneamente se haya registrado el periodo de mayor incremento en la historia en la proporción de niñas y niños en situación de pobreza. Es decir, en un país con recursos limitados, al haber ampliado la cobertura para ese grupo poblacional, se generó un efecto perverso de desprotección de la niñez; dicho de otro modo, sacar de la pobreza a personas adultas mayores tuvo como costo empobrecer a millones de niñas y niños. La racionalidad gubernamental se explica, sin duda alguna, en el hecho de que las niñas y niños no votan.
La cuestión de fondo frente a lo anterior es tanto legal como ética. Porque la Constitución mandata al Estado a cumplir con el Principio del Interés Superior de la Niñez; el cual a su vez implica el derecho de prioridad. Pero aquí la prioridad no es ética, sino electoral. Y la identificación del presidente con el grupo de edad al que pertenece, le ha llevado a cometer un grave error de política pública, ante el cual, es un hecho, jamás se habrá de aceptar que se cometió no sólo un grave error, sino un terrible acto de injusticia.
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