por Sara Sefchovich
Llevamos un siglo de programas, presupuestos, leyes, instituciones, comisiones y planes y no hemos visto disminuir de manera significativa la cantidad de pobres ni la profundidad de la pobreza
A principios del siglo XX se empezó a pensar que si un considerable número de ciudadanos de una nación tenía que subsistir por debajo de un mínimo socialmente aceptado del modelo de vida, entonces la situación sería considerada una anomalía (I); para resolverlo, se decidió que el Estado tenía la obligación de prestar ayuda a las víctimas de las injusticias sociales distributivas más flagrantes y de proteger al individuo de los lados oscuros del libre mercado (II).
Así fue como la justicia social pasó de ser una cuestión moral a una de solidaridad concebida como deber del Estado. Nacieron entonces las políticas de seguridad social, consideradas el método moderno para garantizar el bienestar de las mayorías. Eso significó hacer lo necesario para asegurar la satisfacción de por lo menos los alimentos básicos; atención primaria de salud, abrigo y vivienda; condiciones sanitarias y de educación mínimas (III).
En México se adoptó esa propuesta, que además era congruente con los llamados “derechos sociales” plasmados en la Constitución de 1917, entre los cuales estaba el de “emancipar al pueblo de la tiranía de la miseria”, como dijo en aquel momento el diputado Jara (IV).
Por eso se crearon legislaciones e instituciones encargadas de ello, como el Seguro Social y el ISSSTE y se construyeron grandes centros hospitalarios y unidades habitacionales para atender a los sectores modernizados de la economía: trabajadores de los sindicatos de industria, petroleros y ferrocarrileros; burócratas, ejército y marina.
El gobierno estaba tan orgulloso de su creación que hacía grandes discursos sobre cómo “la seguridad social realiza en su más alto grado el ideal de la solidaridad humana mientras que la asistencia responde a móviles filantrópicos, aquella tiene una orientación redistributiva, ésta un caracter remedial” (V); sin embargo, dadas las condiciones que prevalecían en el país, fue necesario también mantener y ampliar la asistencia social (cuya presencia como caridad o filantropía databa de la era colonial) para los muchos que estaban fuera de las estructuras corporativas.
En ella se trataba de acciones destinadas a remediar las carencias inmediatas para quienes no tenían medios suficientes de vida. Se hicieron albergues, asilos, clínicas, dispensarios, comedores públicos, campañas y programas de apoyo (VI).
A mediados del siglo se creó el Instituto Nacional de Protección a la Infancia, se amplió el reparto de desayunos escolares; se abrieron plantas para la elaboración de alimentos y rehidratación de leche; se hicieron campañas de educación y vacunación; guarderías y escuelas; atención a mujeres embarazadas y programas de integración de niños de la calle. El gasto social llegó a ser del 20% del gasto total del gobierno. En los sesenta se creó la Institución Mexicana de Asistencia a la Niñez con propósitos similares a los del INPI.
El presidente Echeverría cambió la idea que sostenía este quehacer diciendo que se trataba de “una nueva teoría y práctica de la solidaridad social”, que consistía en convertir a la política asistencial “en un verdadero instrumento de desarrollo”, pasando de las acciones aisladas a una visión global que promoviera el bienestar.
Al gasto social se destinó casi la cuarta parte del presupuesto y se echó a andar un amplio programa de salud; se crearon empresas orientadas al abasto y regulación del mercado de productos básicos (Liconsa, Diconsa, Inmecafe, fortalecimiento de Conasupo); se amplió el régimen de seguridad social para incluir a más trabajadores; y se desarrollaron programas para atender a zonas y grupos rezagados.
A las instituciones de asistencia se las reformó enfocándolas hacia sectores más amplios y diversos y se hicieron llegar las ayudas hasta los rincones más apartados del país, fueran alimentos; vacunas; alfabetización; creación de empresas productivas familiares; construcción de vivienda; reforestación; fomento al deporte; atención a la farmacodependencia; promoción de la salud, de la paternidad responsable y la planificación familiar; del desarrollo de la comunidad y de capacitación en oficios y combate de plagas.
Con López Portillo se crearon el Sistema Nacional de Salud y el Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia, que, siguiendo la lógica de moda, le entraron a la planificación, tal que hasta la asistencia social privada se empezó a coordinar desde las instituciones del gobierno.
En ese sexenio surgieron programas de ayuda a los pobres, como el de zonas deprimidas y grupos marginados (Coplamar); el Sistema Alimentario Mexicano (SAM); el de desarrollo regional (Proder); y el de desarrollo rural (Pider); y se establecieron “mínimos de bienestar” para dar a los grupos marginados un nivel apropiado de alimentación, salud, vivienda y educación.
Con De la Madrid todo cambió. El desastre económico en que estaba sumido el país cuando tomó posesión hizo que se abandonara la concepción del Estado intervencionista y se asumiera la del Estado adelgazado y eficiente: “El nuevo gobierno replanteó los principios de asignación de los bienes y servicios que proveía; por una parte, se estableció el control de precios y subsidios a ciertos productos básicos (tortillas, leche, pan), y por otra, la política social desplazó al sector obrero del centro de la escena para ocupar los recursos en atender a los grupos marginados (a los que se llamó “vulnerables”) que componían casi 55% de la población”, escribió Teresa Incháustegui. Pero el gasto social disminuyó al 17% y para 1988 a apenas 10% (VII).
El DIF pasó a ser parte del sector salud y se formó el Sistema Nacional de Asistencia Social, con compromisos, estrategias, leyes y convenios que, además de los sectores tradicionalmente atendidos de niños y mujeres, agregó a los jóvenes y a los viejos (Centros de Integración Juvenil, Instituto Nacional de la Senectud) y creó filiales en todo el país con manejo propio de recursos.
El presidente Salinas jugó un doble juego: por una parte creó la Secretaría de Desarrollo Social, a la cual correspondía formular, coordinar y llevar a cabo la política social del gobierno federal, y cuyo objetivo central era lograr la superación de la pobreza y alcanzar niveles suficientes de bienestar, y creó programas como Procampo, Pronasol y Progresa destinados a la ayuda directa a los pobres; pero, por otra parte, se mantuvo en el marco del neoliberalismo con la disminución del gasto social.
Con Zedillo se decidió repartir a los beneficiarios apoyos monetarios que, según cifras oficiales, se le dieron a poco más de 2.5 millones de familias de los 23 millones que según el Consejo Nacional de Población vivían en pobreza extrema. Al mismo tiempo, las instituciones de seguridad social y de asistencia sufrieron recortes tan severos que los ciudadanos se quejaban de la falta de medicinas en aquellas y a estas se les debilitó al punto que rayó en su desmantelamiento. De hecho solo se dejó en pie la ayuda alimentaria, y aun así, según el entonces director del DIF: “900 000 niños dejarían de recibir leche y un millón se quedarían sin tortillas” (VIII).
Con Vicente Fox el gasto social siguió siendo del 8%, con lo cual instituciones como el IMSS y el ISSSTE no alcanzaban a dar de manera satisfactoria sus servicios, y mucho menos podían hacerlo las de asistencia social, la cual se llevó la peor parte, porque además se decidió descalificarla. La más entusiasta en las críticas al asistencialismo fue la esposa del Presidente, quien afirmaba que “a la pobreza no se le puede vencer con las viejas políticas asistenciales y paternalistas, tampoco con dádivas o limosnas”, pero, al mismo tiempo, repartía techos de lámina y bicicletas.
Al DIF se le abandonó tanto, que hasta su directora, en una declaración insólita para un funcionario, se lamentó públicamente por la falta de recursos y la imposibilidad de conseguirlos.
Es muy probable que las acciones a favor de los pobres hubieran disminuido aún más, y muchas hasta desaparecido por completo, si no fuera porque las agencias internacionales decidieron que en el siglo XXI su acción sería el combate a la pobreza. El Banco Mundial, el PNUD, el BID, el FMI y la OCDE apuntaron sus baterías, ideología y recursos a ese objetivo y obligaron a los países a seguirlo.
Por eso volvió a México el tema y se crearon otra vez programas o se les cambió el nombre a los que ya existían. Solo que en esa ocasión esas políticas iban con dos agregados: uno, que la política social ya no solamente debía paliar las consecuencias de la pobreza, sino atacar su origen, y otro, la implantación de la estrategia de coparticipación de la población en los programas.
La llamada Estrategia Contigo reunió a once secretarías de estado que debían ocuparse de ello. Se crearon programas como Oportunidades para repartir dinero (que, según dijeron, atendía a 25 millones de personas) y para empleo y vivienda (por el que, según dijeron, 40 millones habían recibido créditos al salario). El programa “Pa´ que te alcance”, que el presidente le presumió en 2003 a las agencias internacionales como “el más novedoso conjunto de acciones para atacar el problema de la pobreza alimentaria” nunca funcionó.
Felipe Calderón repitió el discurso de que “la política social sería la prioridad de su gobierno”, aunque lo hizo hasta 17 meses después de que tomó posesión. Así y todo, al poco tiempo ya anunciaba “que la pobreza extrema se redujo 23% y que la desigualdad también descendió de 48 a 43 puntos”. Al final de su mandato, aseguró que estaba entregando Oportunidades a la familia 6.5 millones; al beneficiario 3 millones de “70 y Más”; y la constancia 1 millón de Estancias Infantiles (IX); aunque por esas mismas fechas un informe de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público sobre el ejercicio del presupuesto del gobierno federal hizo evidente que durante los primeros meses del año 2012 “no se ha destinado ni un solo peso” a programas de tipo social (X).
Además, según el CONEVAL, entre 2008 y 2010 “el número de personas en situación de pobreza pasó de 48.8 millones a 52 millones” y que de esas mediciones, 30% correspondía a pobreza extrema (XI).
Cuando tomó posesión Enrique Peña Nieto colocó a la lucha contra la pobreza como uno de los ejes de su gobierno y en él le dio a una política pública asistencial, la llamada Cruzada contra el Hambre, un papel central.
Según la SEDESOL, secretaría responsable de dicha política, el encargo tiene dos niveles: una primera fase remedial para atender las carencias inmediatas y, simultáneamente, la generación de las condiciones para que las personas salgan definitivamente de la pobreza por medio de actividades productivas y de acceso a servicios y bienes, a empleo, educación y mercado (XII).
Se trata de la repetición de políticas públicas ya intentadas antes y, por lo menos en su primera fase, asistenciales, que van desde repartir despensas hasta fabricar ciertos alimentos nutritivos. Pero el gobierno se niega a reconocer que es así. Siguiendo la moda discursiva, consideran que “el combate al hambre es una inversión que permite grandes ahorros en asistencialismo” (XIII).
No veo cuál es el problema de llamar a las cosas por su nombre. Tampoco veo cuál es el problema con el asistencialismo, que es tan necesario mientras no se logre un desarrollo equitativo. Pero, en todo caso, el tema no es si se llama o no asistencialismo a una política pública, sino qué es lo que se ha hecho mal para que nunca logre su objetivo. Porque llevamos un siglo de programas, presupuestos, leyes, instituciones, comisiones y planes y no hemos visto disminuir de manera significativa ni la cantidad de pobres (con cualquier definición de pobreza que se quiera) ni la profundidad de la pobreza (XIV), ni hemos conseguido evitar que se sigan produciendo pobres (XV).
Los estudiosos dan distintas respuestas a esta cuestión. La más común consiste en afirmar que se destina poco dinero para ello. Según la OCDE, México pone 8% de su PIB para el gasto social, cifra que nos coloca en el lugar número 20 de los países que la conforman y que destinan un promedio de 20% a ese rubro (XVI). Pero la más interesante es la de quienes sostienen que el problema es que la política social no ha tenido grandes innovaciones y que aunque se transformen los paradigmas de la acción social, lo que se hace en esta materia sigue siendo lo mismo que ya demostró no funcionar (XVII).•
Referencias:
I. Ferenc Fehér, “Contra la metafísica de la cuestión social”, Políticas de la posmodernidad. Ensayos de crítica cultural, Barcelona, Peninsula, 1989, p. 249-50.
II. Agnes Heller, “Ética ciudadana y virtudes cívicas”, en Idem., p. 212 y Fehér, p. 249.
III. Víctor Abramovich y Christian Courtis, Los derechos sociales como derechos exigibles, Madrid, Trotta, 2002, p. 89.
IV. Luz Lomelí, “Una lectura sociopolítica de la transformación de la política social en México”, en Jorge Alonso, Luis Armando Aguilar y Richard Lang (coordinadores),El futuro del estado social, México, Universidad de Guadalajara-Iteso-Instituto Goethe, 2002, pp. 169-70 y 175.
V. Teresa del Cármen Incháustegui Romero, El cambio institucional de la asistencia social en México 1937-1997,Tesis de doctorado de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, México, Mimeo, 1997, pp. 77-81.
VI. En adelante, todo lo de la asistencia social es un resumen de los capítulos VI, VII, VIII, de Sara Sefchovich, La suerte de la consorte: las esposas de los gobernantes de México, México, Oceano, tercera edición corregida y puesta al día, 2010.
VII. Incháustegui, pp.132 y 230.
VIII. Mario Luis Fuentes, Entrevista con Sara Sefchovich, Ciudad de México, México, 5 de diciembre de 1998.
IX. Sara Sefchovich, “Regreso al País de mentiras”, País de Mentiras, la distancia entre el discurso y la realidad en la cultura mexicana, México, Oceano exprés, segunda edición puesta al día, 2012.
X. La Jornada, 19 de julio de 2012
XI. José Luis Ortiz Santillán, Analitica.com, 16 de junio de 2012; Jorge Zepeda Patterson, “La crisis que viene”, El Universal, 22 de julio de 2012.
XII. Rosario Robles, reunión con editorialistas de El Universal, 22 de marzo de 2013.
XIII. José Graziano da Silva, director general de la FAO, Reforma, 2 de mayo de 2013.
XIV. Julio Boltvinik, “Pobreza en la ciudad de México”, La Jornada, México, 25 de enero de 2002.
XV. Antonio Gazol “Mexico en la construcción de un nuevo orden económico internacional”, en Jorge Eduardo Navarrete (coordinador) La reconstrucción de la politica exterior de Mexico: principios, ámbitos, acciones, Mexico, Universidad Nacional Autonoma de Mexico/ Centro de Investigaiones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, 2006 p. 347.
XVI. Bruno Lautier, “¿Por qué es preciso ayudar a los pobres? Un estudio crítico del discurso del Banco Mundial acerca de la pobreza,” , El futuro del Estado Social, Op. Cit., p. 64. James Wolfensohn del Banco Mundial, dijo en la Cumbre Mundial de Johannesburgo que los países ricos no aportan suficiente presupuesto al combate contra la pobreza en los países pobres y que si le dieran a él 100 billones de dólareslograría en el lapso de una década reducir la pobreza a la mitad”, citado en citado en Sara Sefchovich, “¿Puede ser mejor el imperialismo?”, El Universal, 29 de agosto de 2002.
XVII. Rodolfo de la Torre García en El Financiero, 12 de noviembre de 2002.