De acuerdo con los datos del INEGI, el número promedio anual de defunciones por suicidio entre los años 2006 y 2015 es de 5,469 casos. Asimismo, el número anual de defunciones por consumo de sustancias psicoactivas rebasa ya los 3 mil casos. Es decir, tenemos un país en el que, de manera directa, casi 9 mil decesos pueden ser atribuidos a problemas de salud mental.
Nueve mil defunciones implican 24 casos al día, es decir, un caso cada hora. Visto desde “la otra orilla”, esa defunción implica horas, días, meses, quizá años, de una angustia desesperada, de silencios, de violencia, de pobreza, de soledades y abandonos, de profundas crisis de la existencia.
En los registros del INEGI hay también datos en torno a decenas de miles de muertes por enfermedades alcohólicas del hígado: casos de verdaderos “suicidios pospuestos”, porque, en realidad, beber de manera desenfrenada implica un deseo de autodestrucción y la primacía de la pulsión de Tánatos.
Desde esta perspectiva, uno de los grandes éxitos de la ideología capitalista fue habernos convencido de la pretendida falsedad de planteamientos como el de Marcuse, en el que, desde la década de los 60 del siglo pasado, nos advertía de la unidimensionalidad de la existencia y de la reducción de la vida a los circuitos más frívolos del consumismo atroz a que estamos sometidos.
No sería mala idea recuperar algunas lecturas de aquella época, y tampoco nos haría daño recuperar tesis como las planteadas por Erich Fromm en su texto El Arte de Amar (idéntico al utilizado por Ovidio siglos atrás).
Nos alejamos del pensamiento crítico y contestatario, y ahora nos contentamos con “lecturas líquidas”, cuando lo que requerimos es la radicalización de pensamientos ásperos como los de Miller, Becket y Camus en la literatura, y como los de Sartre, Cioran y, más recientemente, Onfray, en la filosofía.
Requerimos de un pensamiento que descienda de los cielos académicos a la terrenalidad de las calles; de una filosofía de perros, como la que bellamente cultivara Diógenes, y que apele a la fiesta dionisiaca, como en Heráclito.
En México —en una realidad compartida por América Latina—, la existencia está determinada por salarios raquíticos: el poder adquisitivo real del ingreso laboral per cápita se ubicó en $1,711.62 mensuales. ¡Es una locura! En contraste, los altos funcionarios tienen salarios de más de 250 mil pesos al mes: 146 veces más que el promedio nacional.
Mientras que la muerte campea en todo el territorio nacional, la devastación económica de los pobres se mantiene constante, la desigualdad permanece inquebrantable y los delincuentes ríen a carcajadas en medio de la más abyecta y salvaje impunidad.
Nos hacen falta referentes éticos. Mentes lúcidamente éticas que nos den claridad y sentido; voces que puedan escribir con total legitimidad y que inventen nuevas palabras para darnos con ellas anhelo de sentido. Plumas como la de Paz que se plantearon, ante el silencio y el bullicio, inventar y reinventar a la palabra; como las de Rulfo y Fuentes, para recordarnos que podemos salir del llano en llamas y ubicarnos en la región más transparente; o como las de Arreola para dar vuelta a las esquinas de la vida; o las de Chumacero para construir nuevos páramos de sueños.
Más de 34.5 millones de personas han vivido episodios de depresión, nos dice el INEGI. De ellas, sólo 1.2 millones han recibido medicamento para ser tratadas. Mientras tanto, otros millones de personas seguirán con sus 1,700 pesos mensuales, con la tristeza de saber que sus hijos difícilmente tendrán una vida mejor que la suya; en medio de la desesperación por no tener seguridad social, y a sabiendas de que el futuro puede ser todavía peor.
Cioran afirmó que hemos llegado a tal nivel de absurdidad de la vida, que no nos queda más que sentarnos a rumiar el tedio hasta que nos llegue la muerte. Tenemos, sin duda alguna, la responsabilidad de desmentirlo.
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