Asumir que el problema del sobrepeso y de la obesidad será resuelto exclusivamente por la Secretaría de Salud constituye un error monumental en términos de diseño y operación de las políticas públicas. Sin duda, las campañas de prevención y control son relevantes, pero hay un conjunto de determinantes sociales que van mucho más allá del Sector Salud y sobre los que es preciso intervenir.
De acuerdo con la OCDE, el 75% de la población nacional enfrenta esa problemática; y de acuerdo con los registros del INEGI, en 2016 se rebasó la suma de las 100 mil defunciones por diabetes; así como la de 140 mil decesos a causa de enfermedades hipertensivas e isquemias del corazón. Sólo con esos dos grupos de enfermedades, se tiene la impresionante realidad de que una de cada tres defunciones en el país tiene su origen en el problema señalado.
Pero ahí no termina la cuestión; si se suman los más de 35 mil decesos anuales por enfermedades alcohólicas del hígado; así como los más de 15 mil casos de cáncer de estómago, de mama, de colon y recto, así como otras defunciones como las ocasionadas por enfermedades del sistema digestivo y por infecciones intestinales, la cifra podría llegar a cerca de 300 mil defunciones, es decir, entre el 45 y 50% del total de las que ocurren anualmente en el país.
Lo que tenemos enfrente entonces es un problema que obligaría a una acción coordinada de todo el “gabinete social”. Y es que en nuestro país hace falta casi todo lo necesario para poner freno a la gran pandemia del siglo XXI, la cual amenaza no sólo con generar cada vez más defunciones, sino también con colapsar al sistema de salud debido a los altos costos de la atención médica requerida por las personas que enferman por obesidad. De acuerdo con los datos del INEGI, entre 2006 y 2015 han perdido la vida por obesidad y por otras formas de híper alimentación un total de 11,965 personas.
Frente a ello hay una muy baja disponibilidad de parques per cápita. La gente, en ese sentido, tiene muy pocas opciones para salir y practicar ejercicio. Los índices de violencia han llevado a que más del 50% de la población haya dejado de salir a las calles por las noches; mientras que el transporte público es de hecho el lugar más peligroso en términos de probabilidad de ser asaltados.
Los tiempos de traslado al trabajo, documentados también por el INEGI, son enormes y generan no sólo un enorme gasto por la inflación en el transporte (más de 12% según el último reporte de la inflación), sino por la pérdida de tiempo que podría ser utilizado para la movilidad de las personas.
Por si fuera poco, los alimentos, particularmente las frutas y verduras, han registrado uno de los más elevados incrementos de precios en la canasta con la que se integra el Índice de Precios al Consumidor, por lo que la reiterada invitación a “comer frutas y verduras” resulta una llamada dirigida particularmente a los grupos de población de medianos y altos ingresos, dejando a los más pobres sin opciones.
Por el otro lado, no hay bebederos públicos con agua potable accesible para todos; no hay en todas las escuelas espacios adecuados para la práctica deportiva; y mucho menos contamos con una amplia y arraigada cultura de la salud, en la cual predominen los hábitos saludables, a la par de una clara conciencia de la posible pérdida de años de vida saludable y años de diva potenciales con discapacidad debido a los padecimientos señalados arriba.
Otra política social, en el sentido más amplio del término es posible; pero ante todo, es urgente, porque la actual ha derivado en el desastre que hoy estamos enfrentando, y que año con año está matando a cientos de miles de seres humanos. Eso, definitivamente, constituye una injusticia.
Artículo publicado originalmente en la “Crónica de Hoy” el 16 de noviembre de 2017
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