Las cifras de la desigualdad son alarmantes: diferentes organismos estiman que el 1% de la población mundial posee 50%, o más, de la riqueza planetaria.
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Las tasas de acumulación registradas durante la primera década del siglo XXI apuntaban a que ese nivel de concentración de recursos ocurriría alrededor del 2020, pero en realidad se concretó entre 2015 y 2016.
Pese a lo anterior, en el grupo del 1% hay diferencias muy notables, pues hay una lista de 500 personas cuyas fortunas son gigantescas, y crecen aceleradamente. De acuerdo con el índice de multimillonarios de Bloomberg, entre 2017 y 2020 la fortuna total de ese grupo de 500 súper ricos se multiplicó por cuatro.
Mucho en manos de muy pocos
Sólo las tres familias que encabezan la lista acumulan, según el índice citado, alrededor de 330 mil millones de dólares. Y si se considera a los primeros 11 nombres de la lista, la suma es, literalmente, impronunciable: 895 mil millones de dólares. En contraste, de acuerdo con el sistema de información del Sistema de la Integración Centroamericana (SICA), esa subregión de nuestro continente produce al año alrededor de 300 mil millones de dólares.
Hay pues, once familias que poseen, en conjunto, tres veces más riqueza que el conjunto de ocho países. Y tal nivel de poder económico se traduce, sin duda alguna, en poder político, pues la capacidad de influencia que tienen estas personas, junto con el de los dueños de las empresas asociadas a la suyas, se ve traducida en marcos jurídicos, decisiones de política pública y decisiones judiciales en todos aquellos lugares donde tienen intereses.
Estos datos muestran que la dinámica capitalista de nuestros días es, quizá, la que mayor desigualdad genera. Y de la riqueza que se genera, muy pocos alcanzan beneficios relevantes. Es cierto que los promedios mundiales en los indicadores de bienestar se han incrementado, pero estar sujetos a la tiranía de los promedios nos impide ver la magnitud de la tragedia que se vive en amplias regiones. Más de 900 millones de personas viven en hambre, la mitad de la población mundial en pobreza y millones de defunciones anuales por enfermedades prevenibles como la malaria, la tuberculosis y el VIH, y por enfermedades no transmisibles como la diabetes y la hipertensión.
El capitalismo y la enorme desigualdad
Esta realidad es presentada como aspiracional en numerosos espacios y en la ideología capitalista el mensaje que se propaga es el de que todos podemos lograrlo si “nos esforzamos lo suficiente”. Se escriben ríos de tinta en panfletos con “las leyes del éxito”, “los secretos de los hombres y mujeres más ricos”, las “reglas de los gurús” de tal o cual cosa; cuando en realidad la movilidad social está fracturada en prácticamente todo el orbe,
Al respecto, es interesante observar que de los 20 nombres de la lista de los más ricos del mundo, 14 tienen nacionalidad estadunidense, dos son franceses, uno es mexicano, uno es de la India, uno de España y uno de China. Pero en esto no debemos engañarnos tampoco pues, como acertadamente lo habría señalado Marx, “el capital no tiene nacionalidad”; y en efecto, los activos materiales y financieros de estas personas tienen presencia en numerosos países distintos a los suyos.
Otro dato a destacarse es que la acumulación privada en realidad se encuentra escindida de lo que podría considerarse como el “desarrollo social”. Para el caso mexicano la lección es mayor: de acuerdo con el dato reportado por la OCDE, entre los países de este organismo, el nuestro es que el menor porcentaje del PIB destina al gasto social, con un 7.3%, frente al 31.2% que destina Francia –el país con mayor gasto social de esta lista–.
El riesgo de una parálisis mayor
Paul Krugman publicó recientemente un interesante artículo mostrando datos en torno a cómo las políticas de austeridad son negativas en países con economías deprimidas o con bajos niveles de crecimiento. El impacto de la austeridad en economías así es una mayor parálisis y mayores dificultades para retomar el crecimiento sostenido en el mediano y largo plazo.
Desde esta perspectiva, es evidente que una reforma fiscal y hacendaria, sustentada en potentes criterios de progresividad, es la mejor salida que puede encontrar nuestro país para romper con la anemia fiscal del Estado mexicano. Y también con la desigualdad ancestral que nos caracteriza, y que nos ha confrontado y dividido como mexicanos.
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