Cuando se piensa que ya nada puede ser peor en nuestro país, nos enteramos de una nueva atrocidad que, si no supera en magnitud y gravedad a las previas, al menos se sitúa en la misma dimensión, pero al mismo tiempo abonando a la sensación de incertidumbre, miedo, frustración y enojo social.
Sin duda, urge construir una historia nacional de la infamia, para parafrasear el título de Borges. Material y hechos sobran en los últimos 20 años, los cuales se pueden sintetizar en nombres propios y en los de localidades que han sido marcadas por la maldad del poder, en sus múltiples formas y manifestaciones.
Una historia así podría comenzar con el concepto de lo indígena, una categoría que evoca las más profundas deudas sociales, y los mayores saldos en materia de justicia social y dignidad para los millones de personas que a diario son víctimas del despojo, la marginación y la exclusión social.
La herida histórica que se hizo manifiesta el 1 de enero de 1994, fue seguida del asesinato de Luis Donaldo Colosio, y luego por el de José Francisco Ruiz Massieu, en los cuales se sintetizaron las contradicciones de un sistema político cerrado y autoritario que se negó a transformarse con base en la violencia política y la pauperización masiva de la población.
A estos hechos deben agregarse los nombres de Aguas Blancas y de Acteal, dos actos ominosos que siguen en la impunidad, y que, otra vez, nos enseñan que en México la justicia es un anhelo insatisfecho, cerrando con ello las puertas a la posibilidad de una transformación democrática de fondo en todos los espacios del poder público.
El “rescate bancario”, el “rescate carretero”, y en general, el desperdicio del “bono democrático” que se daba por hecho a partir de la alternancia partidista del año 2000, son otros capítulos de fondo que fueron determinando el penoso discurrir de la descomposición institucional.
La Guardería ABC marcó el colmo de un sexenio en el que se desató la criminal violencia que hoy nos mantiene en vilo, y respecto de la cual no se percibe una salida, ni siquiera un sendero que nos guíe hacia la pacificación del territorio, pero, sobre todo, a una nueva ruta de crecimiento económico con equidad.
De manera reciente, los nombres de San Fernando, Patrocinio, Ayotzinapa y otras localidades se han convertido en el signo terrorífico de una muerte que, como lo diría el filósofo Theodor Adorno, comienza a ser mucho más que sólo la muerte, porque en esos lugares han ocurrido eventos diseñados desde lo que, utilizando un término de Julia Kristeva, bien podría ubicarse como parte de los poderes de la perversión.
La más reciente página a incluir en esta historia nacional de la infamia lleva el nombre de Veracruz, en donde la corrupción y la frívola manía de buscar el poder político, en aras de acumular dinero mal habido, se tradujo nada menos que en sustituir tratamientos de quimioterapia para niños, por agua destilada; y también en la aplicación de pruebas inservibles para la detección del VIH.
En Veracruz, como en los otros lugares señalados, se ha aplicado un conjunto de tecnologías del mal, que han llevado a la muerte o desaparición forzada de cientos de miles de personas en todo el territorio nacional, el cual se ha convertido en lo que podría ser la fosa clandestina más grande del planeta y en la cual ya ni siquiera es posible llorar ante los cadáveres de los seres perdidos.
Somos animales “guardamuertos”; así nos definía Miguel de Unamuno. Y contra ello, hemos permitido la instalación de una cultura de la muerte, en donde lo que se llora son las ausencias, en donde la despedida y el duelo físico les es negado a miles y, con ello, a todos, porque lo que está en juego es la posibilidad de una muerte digna. Y esto, constituye sin duda, una verdadera infamia.
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