Ninguna sociedad puede prosperar con base en la intolerancia. Es difícil, si no imposible, cimentar relaciones cordiales, una lógica de solidaridad y cooperación, así como una potente y duradera ciudadanía, consciente de sus derechos, y capaz de exigirlos y defenderlos, para sí y los demás, cuando lo que priva en el sustrato social es la inquina y la violencia.
Por ello, en el caso mexicano, es muy peligroso que, en aras de la libertad de pensamiento, de expresión y de creencias, se haya detonado un movimiento de protesta en contra de libertades y derechos ya reconocidos, no sólo en la Carta Magna, sino también en criterios interpretativos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
La virulenta reacción de los grupos conservadores, formalmente establecidos como organizaciones religiosas —otras más bajo la fachada de ser “representantes de la sociedad civil”— en contra no sólo de los matrimonios igualitarios, sino también de lo que en estricto sentido debe denominarse como “derecho a la diversidad familiar”, debe enseñarnos lo lejana que se encuentra en nuestro horizonte la consolidación de un régimen democrático en donde se tiene una clara noción y respeto por el conjunto de libertades inherentes a la condición humana.
Debe quedar claro que lo peligroso de este tipo de movimientos no se encuentra en su capacidad de movilizarse y de expresarse —que a final de cuentas, también es su derecho—, sino que en la configuración del sistema político mexicano se ha ido relajando cada vez más el apego a los principios del Estado laico a que están obligados quienes ostentan un cargo de representación popular.
Desde esta perspectiva, quienes apostamos por la libertad, por la diversidad y por la igualdad sustantiva para todas y todos, estamos obligados también a exigir a la autoridad no dar un paso atrás en la defensa y garantía de los derechos ya ganados, y respecto de los cuales ha tomado décadas de lucha y de generación de conocimiento, para llegar a su concreción en el orden jurídico nacional.
Hay tres líneas argumentativas que deben hacerse valer fundamentalmente ante el Congreso de la Unión: la primera se desprende del ámbito científico: no hay un solo estudio, avalado por ninguna institución de educación superior o de investigación, que permita sostener que el matrimonio entre personas del mismo sexo, y el derecho a adoptar hijas e hijos, pueda resultar perjudicial o contrario al interés superior de la niñez y el conjunto de los derechos que tienen.
La segunda es jurídico-social. Los grupos que se oponen al matrimonio igualitario parten de un error garrafal: no asumen ni entienden que el matrimonio es una institución civil, regulada por el derecho; por ello, la exigencia de que todas y todos debemos asumirlo con un carácter sacramental, constituye un acto de intolerancia y autoritarismo que es violatorio de la propia libertad religiosa y de creencia desde la que dicen actuar.
La tercera línea es ético-discursiva: nadie puede imponer por la fuerza a otra persona una o un conjunto de ideas, creencias o valores. Es decir, quienes estamos a favor del matrimonio igualitario no estamos imponiendo una visión a quienes no la comparten; lo que estamos defendiendo es la posibilidad de que cada quien haga lo que quiera hacer, en el marco del Estado de derecho.
Y si la democracia es un régimen que busca la ampliación constante de las libertades, entonces es una responsabilidad democrática garantizar que todas las visiones en torno a la vida, la sexualidad, la familia, la política y todo lo que es de interés público puedan coexistir en un marco de respeto a los otros.
Por ello las marchas del 10 de septiembre resultan ominosas: porque desde el discurso de la libertad, pretenden suprimirla; porque desde el discurso de una moral específica, proponen erradicar la diversidad; y porque desde el discurso de bien común, pretenden legitimar la discriminación, el estigma y la violencia contra quienes no son como ellos.
@MarioLFuentes1 Barack Obama presentó su último “discurso a la nación” el pasado marte