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Una mirada al génesis de la patria

por Ángel Eduardo Ysita Chimal

Encontrar y construir una identidad nacional, un origen, un génesis patrio, fue un camino aletargado, pero seguro. El peso religioso del largo periodo del Reino de Nueva España incitó a que los talleres de pintura desarrollaran temáticas cristológicas, marianas, martirologias y mendicantes que aludieron a la plástica de un reino por 300 años. El inicio del proceso independentista incitó una efervescencia triunfalista permitiendo un sentimiento de aires de libertad.


“El largo Siglo XIX”, como lo nombró Fernand Braudel, ilustre historiador francés apenas fallecido en 1985 y uno de los fundadores de los Annales Franceses, en su Teoría de Longue Durée (Larga Duración), propone que los siglos son mayores a los 100 años estrictos. Si aplicamos este concepto a nuestra historia podemos decir que el siglo xix fue una centuria “mexicana” llena de intervenciones extranjeras y golpes de Estado que dejaron muy fracturada la visión política del país. Comenzando el 4 de octubre de 1808, fecha en que sucedió la muerte “misteriosa” del Lic. Verdad en unas mazmorras del Arzobispado y que era uno de los primeros independentistas muy ajeno a Miguel Hidalgo y concluyendo este “siglo Braudeliano” el 26 de mayo de 1911, cuando se embarca Porfirio Díaz Mori en el buque de bandera alemana “El Ypiranga” con rumbo a Francia, donde morirá cuatro años después. La vida nacional se sintió dividida y la visión de lo mexicano no era determinante.

Las influencias neoclasicistas en México tendían a poner como modelo lo europeo, por lo que la imagen de lo entendido indígena o mestizo tenía rasgos occidentales. En más de una ocasión los indígenas fueron estereotipados como personajes atléticos, concebidos conforme al modelo de representación clásico, tan sólo con un color de tez más oscuro; un ejemplo de esto es el famoso retrato del indígena “Juan Diego”, pintado por el famoso y prolífico pintor oaxaqueño Miguel Cabrera, sobre el cual especialistas han comentado, incluso con cierto rencor intelectual, que “siendo Juan Diego un paradigma de lo indígena mexicano, cómo se le ocurre a Cabrera españolizar al tan querido indio de Cuautitlán”.

Entre la década de los treinta del siglo XIX hasta la Restauración de la República en 1867, la pintura, la escultura y el grabado seguían reproduciendo en demasía los temas religiosos, sobre todo los bíblicos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. La Academia de San Carlos contaba con una valiosa nómina de artistas como José Salomé Pina, Santiago Rebull, Rafael Flores, y Rodrigo Gutiérrez, entre otros, y dedicó gran parte de sus esfuerzos a incentivar el cultivo de temas sacros.

Al restaurarse la República, y enterrando los liberales la imagen desangelada de un Maximiliano de Habsburgo y todo lo que representaba el fallido intento de levantar un segundo imperio en nuestro país, los temas cambiaron de manera radical; además, la generación de artistas antes mencionados envejeció y otra generación se encargó de ilustrar los nuevos valores nacionales a partir de necesidades de legitimación del Estado desde un nuevo imaginario apoyado en temas de historia nacional y universal, literarios, mitológicos y científicos.

En esta conformación destaca la presencia del pintor José María Jara, un veracruzano nacido en 1839. El interés por el pasado y sobre todo por las “lagunas de la historia” permeó el último tercio del siglo XIX en manifestaciones culturales donde el indígena se hace presente de diversas maneras. La visión menos romántica de los conservadores que “españolizaba” las etnias fue quedando atrás, y la obra llamada “La Fundación de Tenochtitlán”, de Jara, ganó el Concurso de bienal de 1889 en la Escuela Nacional de Bellas Artes, frente a obras de pintores como Joaquín Ramírez, Leandro Izaguirre, Andrés Ríos y Adolfo Tenorio.

Para este proyecto el jurado había puesto como condición que el importante pasaje histórico fuera basado en el texto del libro “Hombres Ilustres Mexicanos”, en particular el escrito de Alfredo Chavero, quien fue el encargado de escribir la biografía de Tenoch, y, a fin de imprimir un mayor realismo a su pintura, José María Jara salió a las calles aledañas a la Academia para encontrar la tipología perfecta que definiera a sus modelos. La intención era mostrar una realidad del tipo mexicano, de cuño indígena, que a la vez estuviera dotado de dignidad y honor. En la escena se aprecian un aguilucho muerto por una serpiente y una nopalera sin majestuosidad: el pintor nunca intentó menospreciar los tres elementos que son parte del Escudo Nacional, sólo quiso dotarlo de verosimilitud.

La presidencia de México descansaba en el General Porfirio Díaz quien, a pesar de la opinión de sus detractores, supo ser humilde y sensible a las manifestaciones artísticas y apoyó a la Academia en el otorgamiento de becas para Europa. Éste es el contexto en el que surge una obra que el pintor de Orizaba legó para la construcción de un nacionalismo académico finisecular. El siglo XX y sus procesos históricos reclamarían después la reformulación de la imagen que la centuria anterior construyó del indígena. Otras fuentes y otras ideas sirvieron como materia prima para las nuevas representaciones.• 

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