La idea de una República Federal supone la idea elemental de que cada una de las Entidades federativas que la integran, aportan de acuerdo con sus capacidades y recursos; y el conjunto de la Unión, aplicando principios como los de la solidaridad y la subsidiariedad, permite equilibrar regiones y ayudar a que aquellos estados con más rezagos y disparidades puedan avanzar hacia los niveles conseguidos en el resto.
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Ahora bien, esa lógica de cooperación requiere también una intensa relación institucional que deriva de la complementariedad y corresponsabilidad que se establece en las Leyes Generales que regulan la vida pública nacional en temas esenciales, en los que se establece la denominada concurrencia de Federación, Entidades y Municipios: educación, salud, agricultura, medio ambiente, cambio climático, violencia contra las mujeres, seguridad pública, desarrollo social, economía, etc.
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Desde esta perspectiva es que se han construido los distintos ordenamientos legales sobre los que se ha constituido el orden institucional en todo lo relacionado con la estructura fiscal y hacendaria del país, y a partir de las cuales se ha diseñado un complejo sistema de distribución de recursos a través de participaciones y aportaciones de la Federación a los estados, lo cual, en épocas de bonanza petrolera, llevó incluso a que se construyeran “feudos”, y que ahora, en medio de la carencia, han generado airados reclamos de distintas entidades federativas, pugnando todas por mayor acceso a recursos, sobre todo para la generación de obra pública.
Independientemente de las virtudes que el modelo pudiera tener, lo cierto es que en el largo plazo ha generado una lógica de gobiernos estatales, dirigida a lo gerencial, es decir, administraciones locales que no tienen capacidades para desarrollar estrategias de desarrollo y crecimiento económico propias, lo que tiene como funesta consecuencia la cancelación del debate y contrastación de esquemas de desarrollo y crecimiento económicos alternativos al propuesto desde la Federación.
Esto contrasta con el mandato constitucional de reconocer que en México existen tres órdenes de gobierno; cada uno de ellos con facultades y mandatos exclusivos, pero cuyo diseño se hace cada vez más disfuncional respecto del pluralismo político pues no existen los mecanismos de diálogo y coordinación institucional efectivo para garantizar que, independientemente del signo político de los gobiernos, haya las capacidades de entendimiento y coordinación más allá de las filias o fobias partidistas, o de los arreglos y pactos inconfesables que llegan a construirse en los sótanos del poder.
El extremo de esta situación se ha hecho evidente en los últimos años. Casos emblemáticos hay varios: el del gobierno de Veracruz, cuyo ex titular del Ejecutivo, Javier Duarte se encuentra hoy preso por diversos delitos y cuya relación con la federación era totalmente disfuncional al final de su mandato; o el caso actual del gobernador de Tamaulipas, quien literalmente se encuentra pertrechado ante la confusión pública de no tener claridad de si efectivamente tiene o no fuero y si efectivamente las autoridades de procuración de justicia tienen o no la potestad de detenerlo e imputarle acciones presuntamente delictivas.
Otro caso es el del estado de Guanajuato, donde ha habido fuertes enfrentamientos verbales entre el Ejecutivo Estatal y el Senado, pues ante el amago de la salida del pacto fiscal federal, vino la amenaza de la desaparición de poderes, amenaza que otra vez se cierne sobre Tamaulipas. Pero también hay registro de enfrentamientos verbales entre el Ejecutivo Estatal y el Federal en temas de seguridad pública, sobre todo ante la sospecha expresada por la Federación, ante la integridad ética y de responsabilidad pública del fiscal estatal.
¿Por qué en la entidad con mayor número absoluto de homicidios dolosos, donde entre 2018 y 2021 se acumulan más de 11 mil víctimas, no se ha podido establecer una estrategia auténticamente coordinada que lleve a la gradual, pero acelerada pacificación del estado? Pero lo mismo puede decirse de Jalisco y Michoacán, donde la presencia del crimen organizado es palpable; y de Baja California, estado incluso hoy gobernado por el mismo partido que el del presidente de la República.
No debe desconocerse que, en medio de la disputa, los grupos criminales son los que resultan mayormente beneficiados, pues ante la descoordinación o incluso la parálisis del estado en varias regiones, aprovecha la coyuntura para expandir su poderío, presencia y capacidad de influencia e incluso de veto ante las acciones de las autoridades.
El gasto social se encuentra híper concentrado en la Federación; pero el problema adicional es que ningún estado o municipio puede garantizar que, de darse un proceso de descentralización, los recursos serán utilizados no sólo con transparencia y honestidad, sino con la eficacia requerida para abatir la pobreza y las disparidades inter e intra municipales.
En este contexto, el Ejecutivo Federal ha dado ya muestras suficientes de que está decidido a llegar al extremo para aplastar a quienes considera “sus opositores”, y no a gobernantes que, como él, gozan de la legitimidad que les dio el voto de sus electores.
A pesar de ello, del otro lado, lo que se tiene es una respuesta opositora reducida a un discurso que da la apariencia de solo estar defendiendo intereses particulares y cotos locales de poder. Desde el 2018, la oposición no ha sido capaz de renovarse, de replantear su propuesta ideológica y programática, y de trazar estrategias eficaces que le lleven, frente al Ejecutivo Federal, a establecer nuevos mecanismos y procesos de diálogo público y democrático.
En medio de este encono y, sobre todo, por los niveles de discordia política a los que hemos llegado, la pregunta es ¿dónde se encuentra el límite? ¿En qué momento llegará la mesura y prudencia republicana para serenar los ánimos y conducir al país hacia una auténtica reconciliación, donde quepan todas las visiones legítimas respecto de lo que somos y debemos ser; dando por sentado que el sustento de la democracia es precisamente el pluralismo político?
Al parecer, el presidente de la República ha decidido elevar la tensión y doblar la apuesta. Su racionalidad apunta hacia la erradicación de lo que él denomina como “el partido conservador”; lo cual de suyo es ya una muestra inaceptable de autoritarismo político; más aún porque todo aquel que no le da la razón, es incluso acusado de “traidor a la patria”.
La discusión política nacional ha entrado también, y eso hay que hacerlo evidente, a una nueva espiral discursiva tremendamente intolerante, sustentada en la lógica del “nosotros” versus “los otros”; pero esos discursos identitarios terminan siempre en violencia, porque el otro nunca cabe; el otro siempre es despreciable y, por lo tanto, digno de ser aniquilado.
En medio de toda la violencia y terror que nos rodea; de la pobreza que no se reduce y las disparidades que crecen, elevar el tono discursivo es una decisión que puede llevar al país a construir heridas aún más profundas; y a una espiral caótica cuyas consecuencias es mejor no invocar.
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