El complejo mensaje emitido por el Presidente de la República el sábado pasado, a través de su cuenta de Twitter, debe ser leído con mucho cuidado y llevar a cabo los deslindes necesarios. El mensaje consta de tres partes. En la primera abre, con signos de admiración, diciendo: ¡Qué equivocados están los conservadores y sus halcones!
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¿A quiénes se refiere el Presidente? Preocupa, sobre todo en ese párrafo, que les compare con quienes derrocaron y asesinaron a Madero. En ese sentido, se equivocan quienes sostienen que no hay nada de qué preocuparse, porque el propio Presidente descarta la posibilidad de un golpe de Estado. Sin embargo, si así es, ¿para qué enviar el mensaje? ¿Qué sentido tendría hablar de un asunto improbable? ¿Quiénes son los halcones –aves carroñeras– de los conservadores?
Estas preguntas son relevantes ante un Presidente que tiene un conocimiento relevante de la historiografía nacional y que, desde la particular visión que ha construido a partir de textos, datos y nombres, ha armado, en consecuencia, una visión de país, de gobierno y de sociedad en la actualidad, desde las cuales toma decisiones y da instrucciones a su gabinete.
En la segunda parte de su mensaje sostiene que no cabe la simplicidad de las comparaciones. Si así fuera, ¿qué sentido tendría nuevamente establecer un paralelismo entre su mandato y el del presidente Madero?
Finalmente la tercera parte, que es en la que menos atención se ha puesto, el mensaje se vuelve aún más nebuloso. La última parte del primer párrafo es la más críptica: El México de hoy no es tierra fértil para el genocidio ni para canallas que lo imploren.
De acuerdo con el Diccionario de la Lengua Española, el genocidio se define como el exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad.
Frente a ello, el análisis se encuentra ante una cuestión que mueve a duda sobre el propósito e intención del Presidente con este mensaje. Aun cuando hay personas que tienen ideologías que rayan en lo patológico, en México no se tiene registro de ninguna organización extremista o de canallas, como les llama el Presidente, cuyas tesis o propuesta política esté dirigida al exterminio sistemático de grupos de población por razones de odio.
Equiparar un posible golpe de Estado con una práctica genocida es un asunto mayor, sobre todo si proviene del jefe del Estado democrático que podría estar en riesgo. Lo es más en un país que nunca ha tenido un partido político de esta naturaleza.
La fábula que recomienda leer el Presidente en esa última parte de su mensaje plantea como moraleja: a la hora de elegir a los gobernantes es mejor escoger a uno sencillo y honesto, en vez de a uno emprendedor, pero malvado o corrupto.
Luego de un año de mandato, es claro que el Presidente piensa en una revolución pacífica que inicia o se sustenta en un combate frontal a la corrupción. Fundamenta su propuesta con el ejemplo moral personal. Justamente ahí se encuentra la mayor paradoja a la que se enfrenta: una democracia debe ser capaz de sobrevivir a malos gobernantes. Para ello es indispensable construir, todo el tiempo, más y más democracia, participativa y representativa, porque la segunda no lo es integralmente sin la primera.
No hay democracia que perviva sin leyes justas y sin instituciones capaces de cumplir el mandato de esas leyes. La revolución pacífica que el Presidente ha propuesto no podrá concretarse si no se avanza decididamente hacia el fortalecimiento de las instituciones, más allá de quien las encabece. Lo cual, sin dejar de ser fundamental, nunca es suficiente para garantizar su fortaleza y adecuado funcionamiento, a pesar de malos gobernantes o administradores públicos.
Todo lo que dice el jefe del Estado en una República debe ser tomado con la seriedad que implica su investidura. Y en el caso de este mensaje sólo hay dos opciones: o es real que la democracia mexicana está amenazada. En ese escenario, el Presidente estaría obligado a decirlo con toda claridad, señalando responsables y conspiradores; o se trata de un yerro que, para el bien de la República, debe ser reconocido y aclarado.
Lo anterior porque es, nada menos, nuestra democracia y vida cívica lo que está en juego.
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