por Adela Cortina
Hace años quien deseaba mejorar la sociedad debía ingresar en un partido político. Seguía pesando aquella idea hegeliana de que el mundo político se preocupa por los intereses universales y brega desde la solidaridad, mientras que la sociedad civil es el reino de los intereses particulares, el ámbito del egoísmo. Esta división del trabajo carece de sentido, porque gran parte de la sociedad civil asume un esperanzador protagonismo en la construcción del bien común, que es urgente potenciar
Quizá porque la política se limita a buscar votos y conseguir ventajas no le queda fuste para lanzar propuestas atractivas; o porque la financiarización de la economía ha creado un mundo estable; porque el despilfarro, la mala gestión, la corrupción y la falta de unidad han socavado la credibilidad de lo político; lo cierto es que la sociedad civil viene movilizándose en los medios de comunicación, en intervenciones públicas, en las redes, en las calles; aportando críticas y propuestas realizables.
No faltan líderes ni los intelectuales han desaparecido de la esfera pública, lo que ocurre, como decía José Luis Aranguren, es que se han democratizado, crean foros y círculos de opinión, elaboran informes sobre problemas candentes y los transmiten a la esfera pública a través de todos los medios a su alcance. Una tarea ingente para analizar lo que nos pasa, detectar los puntos más débiles y lanzar propuestas constructivas. Una sociedad civil en ebu llición, capaz de superar la idea de que el poder político se ocupa de los intereses universales, mientras que la sociedad civil se refugia en sus egoísmos particulares.
Por fortuna hay una ingente cantidad de grupos que hace oír su voz en la esfera pública, aportando sugerencias viables y argumentos. Es lo propio de sociedades con cierta andadura democrática: que no haya unos pocos líderes, unos pocos intelectuales sobresalientes, sino el trabajo conjunto de personas y grupos plurales, generando una inteligencia colectiva, capaz de descubrir mundos ignotos. Si es verdad, como dicen los defensores de la mente extendida, que nuestra mente no se encierra en los límites del cuerpo, sino que la componen también datos y personas del entorno; si es verdad que la sinergia de inteligencias personales arroja propuestas más lúcidas, entonces hay que abandonar el fácil lamento de que faltan líderes e intelectuales y escuchar a quienes ya están hablando. El uso público de la razón es el síntoma esperanzador de una sociedad en vías de ilustración.
Pero para que exista una conversación es preciso que alguien descuelgue el teléfono al otro lado y los políticos parecen demasiado preocupados arreglando sus asuntos particulares como para ponerse al aparato. Parece que las tornas hayan cambiado desde hace algunas décadas, y que son ellos los que se ocupan de sus intereses personales y dejan a los ciudadanos lanzar discursos sobre los asuntos comunes. Mala cosa los monólogos, sean crispados o propositivos.
Son los diálogos los que permiten ir incorporando en las instituciones las propuestas más lúcidas y fundamentadas, las que pueden ayudarnos a salir del marasmo, y crear una sociedad justa. La forma política de esa sociedad sería la de una democracia en la que los representantes responden de sus acciones, de sus programas, y también tienen línea directa con los interlocutores más preocupados por el interés común que por los intereses partidarios. La reforma de los partidos políticos es imprescindible en su democracia interna, la transparencia de su financiación o la necesidad de debilitar el poder de los aparatos.
La convicción de que otro mundo es no sólo posible, sino también necesario, porque el que tenemos no está a la altura de los seres humanos; la certeza, cada vez más asumida, de que lo que es necesario es posible y tiene que hacerse real; y el sentimiento de que para lograrlo es indispensable que la sociedad civil ejerza la responsabilidad que le corresponde; la buena noticia es que la está asumiendo y lo hará cada vez más.•
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