En nuestro país, en medio de un ambiente de mucho odio, destrucción de biografías y mentiras de todo tipo, vale la pena recurrir al espíritu de San Francisco de Asís, a su famosa Oración por la Paz y a su saludo de Paz y Bien. Era un ser que había purificado su corazón de toda dimensión de sombra, convirtiéndose en «el corazón universal…
porque para él cualquier criatura era una hermana, y se sentía unido a ella por lazos de cariño”, como escribió el Papa Francisco en su encíclica ecológica» (nº 10 y 11). Por dondequiera que pasaba saludaba a las personas con su Paz y Bien, saludo que entró en la historia, especialmente en la de los frailes que empiezan sus cartas deseando Paz y Bien.
Construyó lazos de paz y de fraternidad con el señor hermano Sol y con la señora Madre Tierra. Esta figura singular, quizás sea una de las más luminosas que el Cristianismo y el propio Occidente han producido. Hay quien lo llama el «último cristiano» o «el primero después del Único», es decir, después de Jesucristo.
Con seguridad podemos decir que cuando el cardenal Bergoglio escogió el nombre de Francisco quiso apuntar a un proyecto de sociedad pacífica, de hermanos y hermanas reconciliados con todos los hermanos y hermanas de la naturaleza y de todos los pueblos. Al mismo tiempo pensaba en una Iglesia en la línea del espíritu de San Francisco. Éste era lo opuesto al proyecto de la Iglesia de su tiempo, que se expresaba por el poder ecomómico y político sobre casi toda Europa, hasta Rusia, con suntuosos palacios, grandes abadías, inmensas catedrales.
San Francisco optó por vivir el Evangelio puro, al pie de la letra, en la más radical pobreza, con una simplicidad casi ingenua, con una humildad que lo colocaba junto a la Tierra, en el nivel de los más despreciados de la sociedad, viviendo entre los leprosos y comiendo con ellos de la misma escudilla.
Para aquel tipo de Iglesia y de sociedad, confiesa explícitamente: «quiero ser un novellus pazzus, un nuevo loco», loco por Cristo pobre y por la «señora dama pobreza», como expresión de total libertad: nada ser, nada tener, nada poder, nada pretender. Se le atribuye la frase: «deseo poco y eso poco que deseo lo deseo poco». En realidad era nada. Se consideraba «idiota, mezquino, miserable y vil».
A pesar de todas las presiones de Roma y de las internas de los propios cofrades, que querían conventos y reglas, nunca renunció a su sueño de seguir radicalmente a Jesús, pobre, junto a los más pobres.
La humildad ilimitada y la pobreza radical le permitieron una experiencia que viene al hilo de nuestras búsquedas: ¿es posible recuperar el cuidado y el respeto hacia la naturaleza? ¿Es posible una sociedad sin odios que incluya a todos, como él lo hizo con el sultán de Egipto que encontró en la cruzada, con la banda de ladrones, con el lobo feroz de Gubbio, y hasta con la «hermana muerte»?
Francisco mostró esta posibilidad, y que tal posibilidad era realizable, al hacerse radicalmente humilde. Se colocó en el mismo suelo (humus = humildad) y al pie de cada criatura, considerándola su hermana. Inauguró una fraternidad sin fronteras: hacia abajo con los últimos, hacia los lados, con los demás semejantes, independientemente de si eran papas o siervos de la gleba, y hacia arriba con el Sol, la Luna y las estrellas, hijos e hijas del mismo Padre bueno.
La pobreza y la humildad practicadas así no tienen nada de beatería. Suponen algo previo: el respeto ilimitado ante cada ser. Lleno de devoción, sacaba a la lombriz del camino para que no fuera pisada, vendaba una rama rota para que se recuperara, alimentaba en el invierno a las abejas que revolotean hambrientas por allí.
No negó el humus original ni las raíces oscuras de donde venimos todos. Al renunciar a cualquier posesión de bienes o de intereses iba al encuentro de los demás con las manos vacías y el corazón puro, ofreciéndoles simplemente el saludo de Paz y Bien, la cortesía, y un amor lleno de ternura.
La comunidad de paz universal surge cuando nos situamos con gran humildad en el seno de la creación, respetando todas las formas de vida y a cada uno de los seres, pues todos poseen un valor en sí mismos, al margen de cualquier uso humano. Esta comunidad cósmica, fundada en el respeto ilimitado, constituye el presupuesto necesario para la fraternidad humana, hoy sacudida por el odio y la discriminación de los más vulnerables de nuestro país. Sin ese respeto y esa fraternidad, difícilmente la Constitución y la Declaración de los Derechos Humanos tendrán eficacia. Habrá siempre violaciones, por razones étnicas, de género, de religión y otras.
Este espíritu de paz y fraternidad podrá animar nuestra preocupación ecológica de proteger a cada especie, a cada animal o planta, pues son nuestros hermanos y hermanas. Sin la fraternidad real nunca llegaremos a formar la familia humana que habita la «hermana y Madre Tierra», nuestra Casa Común, con cuidado.
Esta fraternidad de paz es realizable. Todos somos sapiens y demens, pero podemos hacer que lo sapiens en nosotros humanice nuestra sociedad dividida, que deberá repetir: « donde haya odio, que lleve yo el amor».
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