por Lorenzo Rossi
Los procesos alfabetizadores deben ser procesos educativos que mejoren las condiciones de vida tanto de alfabetizados como de alfabetizadores
Se puede afirmar, historiográficamente, que la alfabetización en nuestro país se inicia con la llegada de los españoles en el siglo XVI. Contamos con casi quinientos años de tradición alfabetizadora. El pequeño y singular ejército de Hernán Cortés encuentra en el sureste mexicano a Jerónimo de Aguilar, cura sobreviviente de una anterior expedición; en él encuentra a un traductor confiable y, posteriormente, en la Malinche al enlace autóctono perfecto para comunicarse a lo largo de su epopeya de conquista.
La llamada conquista espiritual, en su afán de evangelizar a los naturales de América, inicia un proceso de catequización y de alfabetización: enseñar el castellano hablado y escrito, lo que se convierte en la piedra angular para iniciar la occidentalización de los pueblos del nuevo continente.
Los frailes de las órdenes mendicantes dan forma a un proceso educativo de largo aliento que implica un esfuerzo mayúsculo, además de innovador, en la transmisión de conocimientos que se reflejan en la cultura novohispana que se va forjando. En las artes, en las leyes, en los oficios y todo a través de la enseñanza del castellano, oral y escrito, es decir, alfabetizando. Como ahora se hará, en esta nueva campaña, con miles de indígenas analfabetas. Qué tremenda deuda histórica.
La transmisión de conocimientos es el eje de todo proceso de alfabetización; conocimientos básicos, hoy decimos educación básica, para llegar a conocimientos más complejos y cimentar y solidificar la cultura, en sentido amplio, y la lengua que de manera oral y escrita se representa, se magnifica y trasciende en la vida cotidiana de cada uno de nosotros.
La imposición cultural que la conquista española del siglo XVI conlleva propone en perspectiva dos planos diferentes, dos mundos que cohabitan y coexisten: el mundo occidental y el mundo indígena.
Es la alfabetización el vehículo de la integración de estos dos mundos tan complejos como dispares. Uno triunfador y otro subyugado. De ahí que, y en favor de esta integración al nuevo status quo, la alfabetización, la enseñanza del castellano, vaya más allá del singular proceso de la lecto-escritura, se enseña a hablarlo, a leerlo, a escribirlo… y a vivirlo.
El crecimiento natural de la nueva sociedad, la sociedad novohispana, su fortalecimiento en todos los órdenes, social, político y económico, en suma cultural, va haciendo los distingos socioeconómicos de las estructuras coloniales: poseedores y desposeídos. Los que están dentro de las estructuras de poder y los que no.
Así, el titánico esfuerzo de los primeros dos siglos de la colonia se va diluyendo hasta conformar una sociedad dividida en marcadas clases sociales en donde la educación y la cultura se significan para aquellos que pueden acceder a estructuras de poder. La alfabetización como instrumento integrador y de cohesión también se empieza a diluir.
El México que nace de la revolución de Independencia en el siglo XIX sólo verá, otra vez, a la alfabetización, proceso integrador, hasta bien avanzado el siglo. En 1857 la ley Barreda, una de las últimas leyes de reforma, era muy específica en los contenidos que se tenían que dar en las Escuelas de Artes y Oficios, escuelas de tradición colonial. En ellas se proponía el aprendizaje de múltiples oficios y también, como requisito, la enseñanza primaria, la lecto-escritura en castellano.
Las ideas liberales y positivistas tienen nuevos imperativos y se plantean objetivos en el orden y el progreso que se proponen con Benito Juárez y se proyectan en los sucesivos gobiernos de Porfirio Díaz.
Es en estos años prerrevolucionarios en los cuales la alfabetización adquiere el carácter de ser un proceso educativo compensatorio. Dar para obtener. Se asienta la idea de que la alfabetización debe servir para introducir al mercado laboral a una población que además de analfabeta carece de las habilidades y competencias para el trabajo.
Esta, la de la integración de una población potencialmente apta pero bisoña en las herramientas mínimas para el trabajo, es la premisa que permea el discurso sobre la alfabetización a lo largo del siglo XX.
Hay una falsa premisa de los gobiernos recién pasados, concretamente los dos últimos, que consiste en señalar, hasta el hartazgo, que la población en rezago educativo, aquí léase los analfabetas, los que no han concluido la primaria y los que carecen de educación secundaria, son las causas del atraso económico y social de México. No es así; afirmarlo, sin embargo, se enmarca en las ópticas economicistas tan en boga en el mundo actual.
La población analfabeta es la consecuencia de una condición histórica. La cantidad de mexicanos, en números absolutos, se ha mantenido casi en los mismos rangos desde hace casi 125 años. Desde el primer censo de 1895 que arrojó alrededor de 9.5 millones de analfabetas, aun considerando ciertas deficiencias metodológicas en la elaboración de dicho censo, hasta el de 1900 que ubicaba a 6.8 millones de analfabetas en una población total del país que era menor a los 14 millones de habitantes.
Hoy el país cuenta con más de 115 millones de habitantes y la población analfabeta en números absolutos continúa siendo casi la misma, arriba de los 5 millones, según cifras oficiales del INEGI y del INEA, respectivamente.
Queda claro, en la obviedad de las cifras, que sólo un esfuerzo del gobierno a nivel federal, con recursos económicos y humanos y el involucramiento de todas las instancias de gobierno de los tres niveles así como las instituciones educativas, públicas y privadas y, desde luego como actor preponderante, la sociedad civil podremos lograr la contención del rezago educativo en analfabetismo.
Es fundamental devolver el carácter humanístico a los procesos educativos de adultos en rezago educativo. Es necesario considerar no las cifras sino a las personas que padecen estos rezagos.
Los procesos alfabetizadores no sólo son de integración y cohesión social, deben ser procesos educativos que mejoren¿ las condiciones de vida tanto de alfabetizados como de alfabetizadores.
Lorenzo Rossi Licenciado en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha sido asesor y coordinador en la Dirección de Educación Básica del INEA. Es coautor de los capítulos “El Analfabetismo” y “El Servicio Social” del “Plan de diez años para desarrollar el Sistema Educativo Nacional”, de la UNAM. |
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