Garantizar una vejez segura para todas las personas que alcancen 65 años y más es tarea de fundamental justicia. La seguridad en esa etapa de la vida exige saber con certeza que se dispone de los medios necesarios para mantener su techo, llevar alimentos a su mesa y contar con servicios de salud que atiendan oportunamente los padecimientos crónico-degenerativos que la edad trae consigo.
Escribe Dulce María Sauri Riancho
En ese sentido, recibir mensualmente una cantidad de dinero es el primer paso para sentirse segura/o. El tintineo de las monedas en la bolsa o la tarjeta de débito con saldo suficiente son una especie de bálsamo que apacigua los peores temores de las y los ancianos.
Hasta hace algunas décadas, las personas que alcanzaban a llegar a la vejez eran estadísticamente poco significativas en una población predominantemente de niñas/os y jóvenes. Bajo bases de una esperanza de vida que escasamente rebasaba los 50 años se diseñaron los grandes sistemas de seguridad social de las décadas de 1940 y 1950. Si la o el trabajador alcanzaba la edad de la jubilación, muy probablemente gozara de ella por un lapso corto, pues la muerte le sobrevendría temprano. Eso, afortunadamente, ya no sucede.
Los años vividos después de lograr la pensión pueden sumar dos décadas o más (desde luego, el Covid hará revisar estas condiciones). Sin embargo, la población adulta mayor con acceso a una pensión por vejez o cesantía, después de cotizar al IMSS o al ISSSTE, es proporcionalmente inferior al número que carece absolutamente de ingresos seguros para su vejez. En este abultado grupo, destacan las mujeres que no tuvieron acceso continuo (o quizá en ningún momento) al trabajo formal fuera del hogar. Si tienen pensión es por viudez, no por derecho propio.
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El trabajo informal no cotiza, no lo hacen las y los campesinos, escasamente los asalariados del campo en explotaciones comerciales. Y cuando llega la vejez, ¿de qué viven? Viejitas y viejitos quedan a cargo de la buena voluntad de la familia, que a la vez muy probablemente tiene graves necesidades económicas, de espacio para resguardar a un/a adulta mayor y casi nulas posibilidades de brindar opciones de ocupación productiva y satisfactoria para las y los mayores.
Como en todos aquellos asuntos que atañen a las familias, todavía se considera que hacerse cargo de padres, madres y parientes mayores es responsabilidad exclusiva de hijas e hijos, -léase mujeres- y no se asume ni se entiende como una responsabilidad social y, por lo tanto, con políticas públicas y programas que la atiendan.
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Las y los jubilados del IMSS disponen de la pensión mínima garantizada que otorga el gobierno, en caso de que las cotizaciones no alcancen al menos, un salario mínimo. Por ejemplo, quien se pensione en 2022 tendría $5,255 pesos mensuales promedio (salario mínimo general). Pero las y los pensionados de años anteriores sólo reciben una actualización del monto en función de la inflación que reporte el INEGI (el año pasado, alrededor del 7%).
Fue hasta 2017 cuando el salario mínimo dejó de ser un índice, sustituido por las UMA (Unidad de Medida y Actualización). Considero que esta determinación legislativa no se vio con la atención y cuidado que ameritaba su impacto en el sistema de pensiones y la erosión que iba a ocasionar en sus ingresos a miles de personas vulnerables. Veamos un ejemplo.
El INEGI anunció que desde el 1º de febrero de este año entrará en vigor la actualización del valor de la UMA, que será de $96.22, un incremento de 7.36 por ciento con respecto al año anterior. Si el salario mínimo general es de $ 172.87 diarios, la brecha entre SM y UMA es de $76.65. Y si la persona se jubiló en 2016, cuando el salario mínimo era de $73.04 diarios (menos de $2,200 mensuales), los incrementos anuales por inflación muy escasamente alcanzan a recuperar el deterioro de su modesta percepción. Y estos son los afortunados del régimen de seguridad social vigente y que se jubilan con la Ley de 1973.
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El Censo de 2020 contó a 10.3 millones de personas de 65 años y más en México (8.19% del total). De éstas, el 54 por ciento estaba conformado por mujeres y el 46 por ciento, por hombres. El programa Pensión para Adultos Mayores operado por la secretaría de Desarrollo Social registró más de 5 millones de beneficiarios en 2018, que fueron la base del padrón elaborado por la actual administración federal. Una de las primeras determinaciones al iniciar el actual gobierno fue la incorporación del total de jubilados y pensionados del IMSS e ISSSTE mayores de 65 años al nuevo padrón.
De esta manera, hubo un incremento del número de personas atendidas en un tiempo breve. Al 31 de agosto del año pasado, 7.8 millones de personas recibieron $2,620 bimensuales ($1,310 mensuales) que se incrementaron a $3.100 cada dos meses en 2022. Esta cantidad es claramente insuficiente para solventar las necesidades básicas de una persona mayor, más cuando la falta de medicamentos y la desaparición del Seguro Popular han incrementado notablemente el gasto de bolsillo en el renglón Salud. ¿Cuántos de esos escasos pesos se van en comprar las medicinas que ya no reciben?
El envejecimiento de la población mexicana es una realidad demográfica que requiere una amplia e innovadora respuesta de las políticas e instituciones del Estado en sus tres órdenes de gobierno. El programa de Adultos Mayores (S176) es el piso desde el cual deberá construirse un sistema de Pensión Universal. Cómo, cuándo y con qué, serán propuestas de una próxima colaboración.
Dulce María Sauri Riancho. dulcesauri@gmail.com
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