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El expansivo océano de las víctimas

La permanente realidad de miles de personas asesinadas, desaparecidas, secuestradas, víctimas de la trata de personas o víctimas de delitos que atentan contra el libre desarrollo de la personalidad o la libertad y la seguridad sexual, obliga a plantear una pregunta elemental: ¿hasta dónde llegan los círculos del daño que se provoca?

Escrito por:   Mario Luis Fuentes

Es posible pensar, en ese sentido, en la figura de las ondas expansivas que se generan cuando se arroja algún objeto al agua. El primer impacto provoca una perturbación perfectamente localizada; pero eso no se queda ahí, de inmediato aparecen las ondas en el agua y se dan en fases sucesivas, hasta que finalmente el agua parece que retoma su estado original; sin embargo, es evidente que un nuevo objeto está ahí.

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Siguiendo con el ejemplo, cuando se lanzan varios objetos, de distintos tamaños, algunos de forma simultánea, y otros de manera sucesiva, el agua se agita entonces en varias dimensiones y generando oleajes de diferentes intensidades. Y puede ser que, de tantos objetos que se arrojan, y con tal fuerza, que la perturbación del agua se asemeje a un movimiento perpetuo cuya fuerza puede resultar de tal tamaño, que pueden erosionarse o incluso fracturarse los bordes que le contienen.

Este ejemplo del mundo natural permite imaginar lo que está ocurriendo en lo social frente a las numerosas y múltiples violencias que determinan la composición y estructura de la criminalidad, sobre todo cuando se trata de formas delictivas que impactan de manera severa a mucho más que las víctimas directas.

En efecto, en los tipos de delitos señalados, las ondas expansivas llegan a donde incluso podríamos no estar viendo. Aunque es claro que, en primer lugar, hay cientos de miles de personas de los círculos cercanos a quienes el crimen ofende directamente, y cuyas afectaciones podrían categorizarse en grados. Pensarlo así permite eliminar el sesgo semántico de “menor gravedad” que pudiera asignarse al término de “víctimas indirectas”.

De este modo, por citar solo un ejemplo, podría pensarse en víctimas en primer grado, a las hijas e hijos de las personas asesinadas, más aún cuando se trata de personas menores de edad. En ese caso, pensar en que son “víctimas indirectas” reduce en sumo grado el nivel de afectación que debe producirles la pérdida de sus progenitores o progenitoras, y más aún cuando se trata de niñas, niños y adolescentes que, en no pocos casos, han atestiguado el asesinato de su madre o padre.

¿Cómo impacta, por ejemplo, en la psique de una niña o niño, atestiguar una permanente vida de violencia y agresiones de su padre a su madre, y peor aún, cuando esa violencia deriva en un feminicidio perpetrado a los ojos de las y los más pequeños? ¿qué se puede pensar y decir de aquellas niñas y niños que han atestiguado la desaparición forzada de sus madres y padres, con toda la angustia y terror que debe generar el momento de los “levantones” y posteriormente la angustia y terror de no saber nada de ellos?

En los monstruosos casos de violación a mujeres, o se abuso sexual de menores, ¿cómo puede restituirse la paz y la cordialidad en esos hogares, donde en la mayoría de los casos la o el agresor es una persona cercana a las familias, o en no pocas ocasiones, es un integrante de ellas en línea directa?

En México hay muchas más fosas clandestinas que han sido descubiertas, pero que las fiscalías estatales se han negado a reconocer; y de forma triste, es necesario comprender que debe haber cientos, quizá miles, que aún están por ser localizadas. En esos casos, ¿las víctimas son únicamente las familias que tienen a alguno o varios de sus integrantes en esos fosos del horror, o podría pensarse que son igualmente víctimas, quizá en segundo o tercer grado, las y los integrantes de las comunidades donde se encuentran?

La cuestión es tan clara como compleja: la noción de lo que es ser víctima en un país como el nuestro no puede ser abarcada bajo el concepto tradicional de “aquella persona que ha sufrido un daño provocado intencional y directo por otra persona o grupos de personas”. Porque esa idea reduce la cuestión a una relación lineal y directa entre quienes son las y los perpetradores y aquellos que reciben o sufren el daño.

Pero frente a las nuevas formas de actuación de la delincuencia organizada, en la que incluso se tienen estrategias de propaganda y diseminación del terror, la cuestión cobra un cariz distinto; porque no será jamás lo mismo un asesinato, que el posterior desmembramiento y su grabación y difusión masiva en redes sociales; para posteriormente arrojar el cuerpo despedazado en la vía pública.

Debemos decirlo con todas sus letras, en nuestro país, a la violencia atroz se le ha sumado la propaganda del terror, la cual no sólo se construye con base en mensajes difundidos en medios y redes sociales, sino en actos tan espantosos como grotescos, como colgar cuerpos en puentes peatonales, dejar cabezas humanas en plazas públicas y toda la galería terrorífica que hemos visto cotidianamente desde hace ya casi dos décadas.

Estamos pues ante un país donde tanto dolor y lágrimas derramadas, y que ya parecen afluentes perpetuos, nos impiden ver con claridad y observar en toda su magnitud el complejo universo de víctimas que nos rodea; que es preciso categorizar y conceptualizar con mayor precisión; y que sin duda, debe hacerse de tal modo que se evite deliberadamente la pretendida “objetividad científica”; porque ante lo que estamos, nos demanda un compromiso mayor y una voluntad de humanidad y solidaridad como no hemos generado. Porque lo que nos pasa está entrando ya en lo inenarrable, y la magnitud de la tragedia se ubica cada vez más en el terreno de lo impensable.

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Investigador del PUED-UNAM  

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