En el primer párrafo del texto “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”, Karl Marx sostiene: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”.
Y es que esa idea se completa con la conclusión del propio texto, refiriéndose al Estado burgués capitalista: “todas las revoluciones han perfeccionado esta máquina, en lugar de romperla”.
En nuestro país, es obligado pensarlo, pareciera que tal idea nos aplicaría de manera esencial: se han generado históricamente múltiples cambios, unos revolucionarios y otros no tanto, pero que han derivado una y otra vez en lo mismo: somos un país ejemplarmente desigual desde nuestro traumático origen en la Conquista hasta ahora, cuando se asume que deberíamos vivir en un régimen plenamente democrático y de bienestar.
Cuando en 1994, Luis Donaldo Colosio fue “destapado” como candidato del PRI a la Presidencia de la República, ya se decía por todos lados que el mandato salinista estaba por romperse, no tanto por la desigualdad, sino por un hecho de algún modo inusual: la corrupción prohijada había beneficiado a los de siempre, pero también y de manera tremendamente acelerada, a nuevos grupos empresariales.
Es decir, los aliados del expresidente Salinas, acumularon en un breve lapso tal cantidad de poder y dinero, que se posicionaron a un nivel capaz de competir con la rancia élite económica dominante hasta la década de los 80, cuando el “modelo” vigente hizo crisis y obligó a la reconversión de la economía nacional, en beneficio, una vez más, de unos cuántos privilegiados.
Ahora, lo que se asume en múltiples espacios es algo similar: se ha construido una lógica de asignación de contratos y obra pública en la cual se ha beneficiado a grupos específicos que en un breve lapso han conseguido convertirse en auténticos competidores de los grupos empresariales dominantes en las últimas dos décadas.
Lo ocurrido en 1994 es por demás conocido, y derivó en la peor crisis económica de la que se tenga memoria en el último siglo, por su impacto en las condiciones de vida de la mayoría: en ese momento más del 60% de la población cayó en la pobreza y la desigualdad del ingreso per capita de los hogares, llegó a .546 nivel del que ha bajado muy poco desde entonces.
Los indicadores de ahora son preocupantes en lo económico: inflación cercana al 7% al cierre del año; un efecto económico negativo que ya se refleja en varios indicadores, luego de los sismos de septiembre; una nueva depreciación de la moneda, con un tipo de cambio que ya superó los 20 pesos por dólar; una amenaza permanente del gobierno norteamericano de cancelar el Tratado de Libre Comercio; pero todo eso, en medio del año más violento en las últimas tres décadas en lo que a homicidios, pero también, en lo que a criminalidad se refiere.
Se machaca en distintos medios y columnas políticas que la campaña del candidato del PRI, como en el 94-95, “no prende”; mientras que los violentos siguen haciendo de las suyas en las calles, con un muy mal presagio en torno a la posibilidad de que la violencia política, como en aquél entonces, vuelva a desatarse.
Si la historia se repite de la forma en cómo Marx lo afirmaba, hay que estar preparados para lo peor; porque si los cambios profundos no hacen sino “perfeccionar a las máquinas” de la explotación y la desigualdad, lo que nos espera entonces no puede ser nada grato.
Lo deseable es otra cosa. Lo posible, sin embargo, está en manos de los políticos, y éstos, le han quedado a deber casi todo la mayoría: a una clase media en peligro de extinción, y a los más de 50 millones de personas que cada día se debaten entre la carencia y la marginación.
Artículo publicado originalmente en la “Crónica de Hoy” el 28 de diciembre de 2017