Frente al malestar creciente frente a la violencia contra las mujeres, y especialmente, provocada por los atroces feminicidios que se perpetran todos los días, la capacidad de respuesta de los gobiernos está claramente desbordada.
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Lo anterior se debe, fundamentalmente, a la incomprensión de que han emergido nuevas lógicas de expresión del descontento, muchas de ellas propuestas por los movimientos feministas, en las cuales la exigencia de igualdad sustantiva no sólo es una “demanda más”, sino el planteamiento de toda una nueva forma de organización y arreglos sociales y culturales.
Esta nueva lógica implica estrategias de movilización que no se habían registrado en nuestro país, y que van desde las llamadas “marchas separatistas”, en las que se excluye cualquier participación de hombres, hasta las manifestaciones llamadas anárquicas, que incluyen el uso de la fuerza como expresión del malestar y el descontento (pintas, ataques a monumentos y edificios, etcétera).
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Estamos ante una generación de mujeres que no aceptarán la permanencia del régimen patriarcal; pues lo que parece estar gestándose es un movimiento generacional, quizá similar al que se vio en 1968, en el que se pasó de algunas demandas estudiantiles al cuestionamiento radical de la cultura capitalista contemporánea.
Algo de esa envergadura implica este movimiento: exige la transformación estructural del mercado laboral; implica una modificación del paradigma de procuración e impartición de justicia y del modelo de seguridad pública y de los mecanismos de reparación del daño a las víctimas, así como la garantía de no repetición para toda la sociedad. A lo anterior se suman cuestiones estructurales, como el desorden urbano y su impacto en la reproducción de condiciones que facilitan y alientan las desigualdades entre mujeres y hombres, y la violencia que se ejerce contra ellas.
Lo anterior significa una reforma política mayor. Y eso es lo que, en mayor medida, ha hecho falta en estos meses de intensas manifestaciones: a un movimiento subversivo —en el sentido más preciso del término— se le ha intentado procesar con los mecanismos tradicionales de diálogo político: se ha buscado identificar a los liderazgos del movimiento, se han instalado mesas de diálogo, se han publicado boletines, informes y decálogos, y sólo para mostrar la ineficacia de estos mecanismos de procesamiento del conflicto.
No ha habido, hasta ahora, ninguna medida gubernamental, ni en el ámbito federal ni en el local, auténticamente empática con las demandas, todas legítimas, de quienes han salido a la calle a exigir que pare la violencia misógina, lo cual se sintetiza en el hecho de que, según las estadísticas oficiales, 2019 fue el año con mayor número de denuncias por delitos contra la familia y también el de mayor número de denuncias por delitos sexuales. En este contexto, los feminicidios siguen y, para colmo, ocurren hechos tan lamentables como la filtración de las imágenes del atroz feminicidio cometido en contra de Ingrid.
La respuesta en redes sociales frente a esa monstruosidad fue ejemplar: recordar su nombre acompañándolo de imágenes amables, evocadoras de paz y de belleza. Y en eso los feminismos están dando también una lección, porque el mensaje es que la “violencia” aparente que hay en las pintas y el daño a las cosas —siempre reparable— es una especie de “violencia de reacción y de transición”; porque, en realidad, no están dañando ni agrediendo a nadie en sentido estricto, descontando las provocaciones de los grupos de infiltrados que se han colado en las marchas.
Frente a lo anterior, el discurso institucional ha reaccionado tarde y de mala manera, reproduciendo en algunos casos incluso la lógica machista de la “comprensión a las mujeres”, y no de reconocimiento de igualdad ontológica y existenciaria que es necesario construir y desplegar en todos los espacios públicos
El malestar frente a la violencia contra las mujeres es evidente y manifiesto; la crisis puede ahondarse y las consecuencias de no resolverlas pueden ser graves. Todo ello no se resolverá sin comprender los motivos estructurales del enojo y también de la ira. Lo anterior exige de una visión y una actitud políticas renovadas, y capaces de comprender que estamos frente al reto de construir una sociedad en serio igualitaria.
Este artículo se reproduce con autorización expresa del autor y es publicado originalmente en el periódico Excélsior: https://www.excelsior.com.mx/opinion/mario-luis-fuentes/el-enojo-y-la-politica/1364470
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