por María Gourley (@GourleyMaria)
La problemática de género es actualmente una temática diversa, enriquecida por diferentes disciplinas y abordada por varios actores en la lucha por conseguir derechos fundamentales. El ámbito del arte, por supuesto, no debe quedar exento.
Las artes en sus diferentes manifestaciones, han sido históricamente relacionadas con la evolución humana e interpretadas como un medio para la creación de movimientos reformistas y de vanguardia, tanto en lo estético como en lo social.
La industria editorial, del cine y de la música, la actividad teatral, dancística y plástica, manejan un discurso inclusivo donde la mujer teóricamente ha sido incorporada en situación de igualdad.
La realidad artística actual, que se muestra ante nuestros ojos como globalizada, multicultural y abierta a la innovación, dista mucho de estar a la delantera en cuestiones de género.
La interrogante surge cuando, como mujeres del arte, se nos presenta la actividad artística como motor de mutabilidad y cambio, pero en el mundo académico, laboral y práctico nos encontramos con que el arte es solo un reflejo más del desequilibrio existente.
Esto se traduce en cifras y estadísticas simples: en el mercado mexicano de las artes plásticas (y me baso en los estudios realizados por las artistas Betsabeé Romero y Mónica Mayer) el 81% de los artistas que exponen actualmente en galerías nacionales son hombres y el 19% mujeres. Se publica diez veces menos de las artistas que de los artistas y los precios que se pagan por la obra de mujeres son menores. De la misma forma, la participación de mujeres en subastas y bienales fluctúa entre un 2% y un 3%.
En el ámbito internacional la situación no difiere de la nacional; destaca el trabajo realizado por el colectivo “Guerrilla Girls”, que surgió en los años ochenta como medio de denuncia ante la inequidad de género en las artes visuales. Exponen que en museos 5% de la obra es de autoría femenina y 85% de los desnudos son de mujeres.
De las y los 320 artistas plásticos mejor pagados en la actualidad solo una es mujer. Y esta desigualdad no se refiere a una cuestión de aptitudes, sino a un mercado sexista donde se reproducen patrones sociales discriminatorios.
El mercado del arte no responde a modelos económicos tradicionales; a pesar de las burbujas económicas, la crisis asiática de 1990, la crisis del 2000 creada por la especulación en empresas.com y la crisis financiera global que venimos arrastrando desde 2008, no se ha mantenido solo estable, ha presentado crecimiento sostenido. Esto significa que el mercado del arte es redituable y generador de riquezas, pero las mujeres nos encontramos excluidas de estos beneficios.
En el perímetro de la danza, las mujeres resaltamos como intérpretes, pero no como coreógrafas.
En una encuesta realizada a estudiantes de ballet clásico, se les preguntó sobre coreógrafas y coreógrafos famosos y señalaron en promedio 27 varones y 10 mujeres. Insólito en una disciplina que mayoritariamente cuenta con mujeres como protagonistas.
Igualmente en el cine (directores versus directoras). Dentro de las y los ganadores del premio Goya 2015 se mencionaron a dos mujeres y 20 hombres y este ejemplo no puntualiza un argumento aislado, se repite el mismo patrón en todas las premiaciones del séptimo arte.
Sucede también en el mundo de la música, donde lideran hombres como compositores, directores e instrumentistas.
Puede parecer sorprendente que las mujeres tengamos tan poca participación en el quehacer creativo remunerado como tal, si consideramos que en los espacios de enseñanza artística formal, desde el pasado siglo somos mayoría. Digo sorprendente, porque se supone que los fenómenos de marginación nacen con las minorías.
El problema surge entonces de la educación en si misma o de sus modelos. Las instituciones educativas reafirman las ideologías dominantes. Lo que llamamos “democratización de la educación” no ha sido suficiente para eliminar las desigualdades inherentes a nuestros sistemas. El hecho que las mujeres tengamos acceso a la educación artística no suprime las desigualdades en cuestiones profesionales. La ideología que sustenta el poder académico en las escuelas de artes, ampara un régimen androcéntrico. Si a esto agregamos el hecho que las mujeres hemos sido educadas bajo el modelo básico que conforma el patriarcado (la familia) donde se nos asignan funciones intransferibles e ineludibles que nos cierran las puertas a la acción y a la actualización, podríamos concluir que “la artista” no está en situación de equidad respecto a “el artista”, aunque ambos/as cuenten con los mismos grados académicos.
En el siglo XIX, la cuestión educativa se centraba en la consumación de una educación laica y positivista, vislumbrando al hombre como sujeto cognoscente. La discusión sobre la mujer en la educación en cambio, medía sobre si debía recibir instrucción o no. Las escuelas para hombres y para mujeres tenían objetivos diferentes. La escuela femenina era una suerte de adjunto de la masculina e incluía en sus mallas curriculares materias relativas a labores domésticas, prescribiéndola únicamente como ente cohesionador de la familia
El siglo XX trajo consigo un nuevo propósito, fraguando un patrón educativo fundamentado en la igualdad y el integracionismo, fruto de los programas de modernización posrevolucionarios. Ya las desigualdades no podían ser atribuidas al sistema educativo, porque este ofrecía circunstancias idénticas para todas y todos. Al democratizarse la educación institucional, se dio por sentado que la posición futura de las y los educandos estaría determinada por sus capacidades y competencias.
Lo que no se consideró en el discurso meritocrático con la debida escrupulosidad, fueron los factores sociales que atañen a todas las personas y que prescriben sus circunstancias.
Desde la infancia y dentro del ambiente familiar se asimilan significaciones que manifiestan actos de disparidad y estas se reproducen en las diferentes circunstancias que niñas y niños enfrentan a lo largo de su vida.
La educación que estamos recibiendo nos condiciona y nos impulsa a creer en una “cultura y estética femeninas”, que no tendrían el mismo valor ni artístico ni económico que la “cultura y estética masculinas”, porque se cimientan en la idea de que existe una forma “femenina” de creación (o de reproducción) justificada en cuestiones biológicas basadas en la marginalización.
Es común pensar entonces que la mujer reproduce, porque esa es su función natural. Margaret Mead lo puntualiza de manera muy acertada: “La formación de la personalidad es el producto de una sociedad que resguarda los papeles que impone”. Sabemos que la “naturaleza” no define nuestras virtudes y cualidades expresivas e intelectuales y dichas creencias solo son imposiciones para sustituir el “ser” por el “deber ser”. Y las artes, la creación precisan conectarse y legitimarse con la autenticidad del “ser”.
Concebirnos como producto de una construcción social, histórica y familiar nos permite emprender el problema de las relaciones de género asimétricas en las artes como el producto de una desigualdad social en todas sus facetas. La familia, como primer espacio de socialización y asimilación de los roles de género, determina en gran medida el comportamiento futuro de sus miembros, reglamentando qué es o no adecuado según el constructo cultural que nos define, influyendo en aspectos comportamentales, sentimentales y de pensamiento que son atribuibles a la cultura.
Se suele pensar, en lo cotidiano, en la superficialidad de la conversación habitual, que las mujeres tenemos una posición social diferente a la que históricamente se nos ha conferido dentro de los diversos campos artísticos. Es necesario vislumbrarnos como sujetos sociales para comprender que la sujeción femenina no es una cuestión que se resuelva con prácticas mediáticas y fútiles. Requiere de experiencias teóricas y vivenciales que involucren a los sujetos, cuestionen los preceptos simbólicos y creen espacios de resignificación y reconocimiento. Pensar que los nuevos mecanismos de circulación de la información, de creación, la internacionalización de la economía y el mayor acceso a la tecnología plantean discusiones valiosas y fundan transformaciones por sí mismas es desconocer que la globalización y el neoliberalismo han provocado la reproducción de modelos decimonónicos de género, creando nuevos escenarios de violencia en las diferentes esferas, incluida por supuesto la artística.
Pero la creación y la labor creativa continúan siendo instancias que enjuician nuestras organizaciones sociales, que conmueven nuestro quehacer cultural constituyen una oportunidad de hacer cambios profundos, perdurables y verdaderos.
El poder y valor creativo pueden ser un medio para la propagación de las transformaciones que queremos difundir y plasmar. Es sabido y documentado que el arte es una estructura que no se ajusta rigurosamente a los condicionamientos histórico-sociales (al menos no en su pura expresión y composición) lo cual nos brinda un espacio de exploración y cuestionamiento.
María Gourley Artista multidisciplinaria chilena-canadiense, activista, docente y promotora cultural, miembro de la Canadian Alliance of Dance Artists, con estudios superiores en música popular, danza, lenguas y gestión, receptora de beca por excelencia académica otorgada por el Gobierno de Canadá. Se ha desempeñado en coordinación y producción en diferentes países, realizando labores de gestión, coordinación y docencia. En 2008 fue propuesta como “Mujer del año” por la comunidad latinoamericana residente en Vancouver, por su aporte a las artes y a la cultura. @GourleyMaria |
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