Cuando fue elegido, prometió cambiar por siempre la historia: todo sería mejor; la economía crecería y habría más empleos; “el pueblo” se uniría una vez más; nadie se atrevería nunca más a amenazar o a dar un mal trato al país; y, por supuesto, traería de vuelta los mejores valores, la honestidad y llevaría a los políticos a su ruina
Prometió todo lo anterior, pero haciendo un llamado al odio social, al desprecio a intelectuales, periodistas y medios de comunicación que lo criticaban, ninguneando a las instituciones, particularmente a las de la justicia, señalando una corrupción de la que era no sólo beneficiario, sino parte (aunque, curiosamente, en grupos antagónicos).
Donald Trump, como ningún otro presidente norteamericano en el siglo XX, ha hecho gala, con entera satisfacción, de una mentalidad racista, xenófoba, misógina, clasista y de un nacionalismo extremo que raya en el fascismo.
Ha sembrado y promovido un odio sin precedentes en la sociedad norteamericana, y logró posicionar un muy eficaz discurso en contra del establishment, del cual es uno de los más icónicos representantes en el mundo del empresariado.
Pero no nos perdamos, el problema no es únicamente Trump, sino el electorado que lo llevó a la Presidencia, aunque en ello hay que plantear matices: por un lado se encuentran los “supremacistas blancos”, que vilmente creen que son superiores racialmente al resto del mundo, y están también las clases medias conservadoras, que, hartas de los políticos tradicionales, vieron en Trump una salida “viable”.
Está asimismo una buena parte de la comunidad latina, aunque sea francamente difícil comprender por qué se identifica con un tipo como Trump, cuando abiertamente nos desprecia; además de otras minorías económicas que vieron en él una ventana de oportunidad a nuevos negocios.
En estas diferencias hay también, no obstante, un común denominador: en todas hay un tufo de racismo y clasismo insoportable, aunado a una posición pragmática que hace pensar en la fragilidad de la democracia, aun en la que es considerada quizá como la más arraigada y poderosa del mundo: amplios sectores de la población están dispuestos a votar por un demagogo autoritario si éste les garantiza mejores condiciones de bienestar a las que tienen.
Sin duda es una buena noticia que los demócratas hayan recuperado el Congreso en la elección del llamado “supermartes”; sin embargo, no deja de sorprender que los republicanos hayan sido tan competitivos en todo el territorio norteamericano y que hayan mantenido la mayoría en el Senado, así como en las gubernaturas que se disputaron.
Otra buena noticia es la representación histórica que tendrán las mujeres en el Congreso y, vale decir, la inmensa mayoría postulada por el Partido Demócrata, amén de las minorías que habrán de estar representadas —con el enorme poder que tiene el Congreso allá— y de las cuales se espera una importante influencia en la modificación de políticas relativas a los derechos humanos y otras de alcance global.
En esta disputa no es menor la resistencia que los medios de comunicación han representado, y ello nos debe enseñar un asunto crucial para la democracia en países como el nuestro: el ataque del jefe del Estado (que es comandante en jefe del Ejército, jefe de la Inteligencia y del Buró de Investigación Federal…) a un medio de comunicación no es equiparable a la crítica que cualquier periodista, o incluso un medio de comunicación, puede hacerle a su persona o administración.
En la democracia, pues, debe privar el diálogo y la prudencia del gobernante en el reconocimiento de las asimetrías que existen entre su posición y la del resto de la población.
El señor Trump no fue derrotado del todo y mantiene posibilidades de reelegirse. Habrá que esperar dos años de más radicalización, de más agravios, de más odio; habrá que esperar que la sociedad norteamericana actúe como una auténticamente demócrata y decida que un demagogo como Trump no debe mandar más en su país.
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