Es difícil ser optimista o estar orgullosos de la especie humana, luego de ver lo que ha ocurrido en lo que ya es prácticamente el primer año de la pandemia de la COVID19. Hay quienes creen que, ante el abismo, generalmente cambiamos. Pero lo que nos muestra la realidad, una vez más, es que la humanidad es una masa diversa, altamente heterogénea, y que, ante situaciones o eventos críticos, reacciona de las formas más inesperadas, para bien y para mal.
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La pandemia ha mostrado, una vez más, que ante una circunstancia límite, aparece lo mejor del pensamiento crítico, las más generosas manifestaciones de vocación, como ha sido el caso del personal de los sistemas de salud de todo el mundo; y también de los millones de maestras y maestros que han dado lo mejor de sí para garantizar una continuidad mínima en la educación.
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En redes sociales vemos manifestaciones auténticamente heroicas de generosidad ante el hambre, ante el empobrecimiento de millones de familias, ante el dolor de quienes han perdido a sus seres queridos. Pero no debemos engañarnos; si estos casos se vuelven “virales” en redes sociales, es por su carácter excepcional, y no por ser la condición generalizada.
Por el contrario, hemos visto en todos lados la primacía de la ignorancia y el pensamiento dogmático: primero, la negación del fenómeno; en segundo lugar, su minimización; en tercero, la banalización del riesgo; y, por último, el “reparto de culpas” y la responsabilización “de los otros”, por una calamidad que es un asunto de todas y todos.
Las diferencias se muestran notablemente en la calidad moral y el nivel intelectual de las y los líderes de que disponen los países para hacer frente a esta tragedia: por un lado, ejemplos como el de la Canciller, Angela Merkel, y por el otro, casos incomprensibles como los de Donald Trump, Boris Johnson o Jair Bolsonaro.
Lo que debió ser un esfuerzo global, sustentado en una diplomacia de altura para la reconstrucción de un nuevo modelo multilateral capaz de ir al fondo del problema que generó este desastre -y que no es otro sino el de la devastación ecológica causada por el capitalismo más rapaz-, se convirtió en una absurda y burda competencia nacionalista por ver quién producía con mayor velocidad las vacunas, y quién podía mostrarse como “ejemplo mundial” en el manejo de la pandemia.
Para colmo, la prisa por encontrar la vacuna y su masiva aplicación, de manera abierta y cínica, ha tenido como mayor propósito “la reactivación de la economía”; no para el bienestar masivo de la población; tampoco para revertir el cambio climático y recuperar en la medida de lo posible la biodiversidad planetaria. No, el afán mayor es continuar el proceso hiper intensivo de producción de mercaderías inservibles, y la reproducción del curso de desarrollo que hoy tiene a más de mil millones de personas en auténticas condiciones de hambre en todo el orbe.
De manera temprana, ha habido quienes han visto en la aparición de la COVID19 la posibilidad del fin del neoliberalismo. Hay quienes, por el contrario, vemos que después de esto podría venir una radicalización de las condiciones de pobreza, desigualdad y violencia que se viven en todo el mundo; así como la pervivencia del pensamiento autoritario y de las trampas de la identidad.
De otro modo, no se entendería por qué en los Estados Unidos de América Donald Trump estuvo a punto de obtener la reelección; por qué Jair Bolsonaro no enfrenta una profunda crisis política y por qué en México, luego de más de 120 mil defunciones reconocidas por COVID19 – más los no confirmados, que podrían ser el doble-, haya casi un 60% del electorado que volvería a votar una vez más por López Obrador.
No, la pandemia no nos hizo mejores. Nos ha mostrado que quienes tienen vocación y sentido de humanidad, se comportan como gigantes cuando llegan las catástrofes, y que los miserables, esos seguirán siendo los mismos, a pesar de todo y de todos.
Investigador del PUED-UNAM
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